Cien Años de Soledad cumple medio siglo de haberse publicado, y al igual que las promesas, parece inagotable. Esta es la historia detrás del clásico.
Ilustraciones por Sebastián Serna
Hace diez años, en Cartagena de Indias, se celebraba los 40 años de Cien Años de Soledad con la edición hecha por la Real Academia de la Lengua Española, y le entregaban a un Gabo canoso y vestido de blanco, el primer libro que supervisó y ayudó a depurar para mejora del lenguaje. Allí, con un discurso escrito y leyéndolo, en momentos titubeante –resultado seguramente del deterioro de la vista producido por la vejez- narró la odisea para que esta novela llegara a ser.
Cien años de soledad es producto de un hombre que desde sus 17 años se levantaba todas las mañanas con una única misión: escribir. Esta novela, que hoy tenemos en nuestras manos, tuvo que ser secada con plancha de ropa, hoja por hoja, por Esperanza Araiza, una mecanógrafa que pasaba en limpio las obras de grandes cineastas y escritores mexicanos. Y todo porque un día, antes de llegar a su casa, descendió del bus y resbaló, con tan mala suerte que llovía, y la futura obra cumbre se desperdigaba por el aire hasta caer al suelo mojado.
Más de un año y medio le costó al cataquero describir a Macondo, tiempo en el que confesó no saber cómo hizo su esposa, Mercedes, para aguantarlo y mantener el hogar. Los sacrificios fueron muchos, se vendió el carro familiar y algunos electrodomésticos hasta llegar a las joyas de su esposa, en donde un ojo mágico -como lo calificó Márquez- revisó meticulosamente las esmeraldas y rubíes para concluir con la desconsoladora sentencia: “Esto es puro vidrio”.
Pero el día llegó, era agosto de 1966 y se aproximaron Gabo y Mercedes a la oficina de correo de la ciudad de México, para enviar la novela a Buenos Aires a Francisco Porrúa, director literario de la Editorial Sudamericana. El envío les costaba 82 pesos, pero solamente contaban con 53; así que enviaron la mitad de la obra, sin percatarse que habían enviado la última parte. Preocupados por conseguir el dinero para enviar lo demás, se toparon con la sorpresa de que la Editorial Sudamericana, ansiosa de leer el resto, les había otorgado el dinero faltante para hacer llegar el inicio de la novela.
Así nació, para nosotros, la obra que cuenta historias nunca antes leídas. Este año cumple medio siglo y ha sido traducida, a por lo menos unos 49 idiomas. Publicada en más de 100 editoriales, ha vendido millones y más millones de copias; sin dejar por fuera que ha sido también pirateada. Cien años de Soledad, al igual que las promesas, parece inagotable.
Mi experiencia con Gabo
Considero ético decir que Gabo era un escritor al cual yo tenía hundido en la indiferencia. Mi primer acercamiento a Márquez fue en el colegio, cuando proyectaron las películas de sus libros: Crónica de una muerte anunciada, y El amor en los tiempos del cólera. En aquel entonces yo tan solo era una niña interesada en retocarme el brillo de labios cada cinco minutos frente al espejo, y en obtener buenas calificaciones. Ver esas películas en un formato viejo y con un sonido tan ínfimo que desaparecía completamente con el ruido producido por mis compañeros, me predispuso enormemente a leer algo que tuviera que ver con Gabriel García Márquez.
Sin embargo, la vida se encargó de que él estuviera presente todo el tiempo, pese a la ausencia en mis lecturas. Era omnipresente: se encontraba a la vista en las librerías de segunda que frecuentaba, y hasta en la mesita de noche de mis amigos.
El desencanto por Gabo se agravó cuando tuve que leer en la universidad, para clase de Literatura Colombiana, El general en su laberinto. Es uno de esos libros de los cuales uno no recuerda nada, tal vez por su incapacidad de atrapar al lector; ya lo diría él mismo: “Es más fácil atrapar un conejo que atrapar un lector”, o quizás –y me inclino más por esta creencia- no era el tiempo de leer aquella historia, pues soy una de las tantas que se suma a la teoría de que para cada libro hay un momento determinado en la vida.
De repente, mi pereza de leer al Nobel cambió, cuando una persona de mis afectos empezó a llamarme “Querida Nena Daconte”. Investigando encontré que era un cuento de Márquez titulado El rastro de tu sangre en la nieve. Escéptica emprendí su lectura, y mientras navegaba por la corriente de las palabras, sentí una variedad de sensaciones que solo aparecen cuando considero algo lo suficientemente bueno. Desde ese momento Márquez dejó de ser ese señor aburrido, para convertirse en un maestro de la escritura y en mi gurú periodístico.
Cien años de soledad apareció como anillo de compromiso para consolidar el amor tardío que me surgió por aquel hombre de infinita curiosidad y de mirada tierna. Recuerdo la primera impresión que tuve al leer los primeros capítulos: “Estoy leyendo el génesis de la biblia”, pensé. Ese costeño fumador, parrandero, de camisetas floridas y flacucho, estaba inventando todo de nuevo: un lugar llamado Macondo en donde se tenían que señalar las cosas para poder nombrarlas, y que al verlas generaban un asombro apoteósico en sus habitantes: como niños recién nacidos viendo la inmensidad creativa del hombre por primera vez.
Sin duda alguna, Cien años de soledad es un libro en donde se reúnen –para nuestra fortuna- tantas historias nunca antes contadas. Alrededor de más de 400 páginas, Gabo plasmó en la máquina de escribir lo que hasta hoy conocemos como su realismo mágico:
«Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima», anunciaba el gitano Melquíades de puerta en puerta, con dos imanes en la mano que hacían desenclavar hasta los tornillos de las casas.
Nombrar aquí lo que más me sorprendió del libro -que fue todo- sería quitarles la oportunidad a ustedes, amigos lectores, de maravillarse ante lo impensable. Pero puedo nombrarles algo que leí en este libro y que de ahora en adelante me acompañará por el resto de mi vida:
Parafraseando a Gabo, las cosas las solemos perder justo en el momento en que salimos de la rutina de nuestros días y hacemos algo nuevo. No nos damos cuenta, pero lo cierto es que parecemos una grabación que se repite una y otra vez: bañarse, desayunar, ir a la universidad, almorzar, estudiar, reunirse con seres queridos, comer e irse a dormir. Pero si algo se alterase, y en vez de ir a la universidad nos fuéramos a prestar servicio social colaborando, por ejemplo, en la cocina de un asilo, seguramente lo que se pudo haber perdido en ese día, estaría ahí encima del microondas, en un rincón del pollo, o ¿por qué no? dentro de la nevera.
Tal vez soy muy ingenua y, como Gabo, he perdido el sentido común y me he empezado a tomar las metáforas al pie de la letra tras una maratón de lecturas «garciamarquianas», pero lo cierto es que estoy esperando el momento de que se me pierda algo para probar dicha hipótesis. ¿Si a Úrsula Iguarán le funcionó, por qué no podría funcionarme a mí?
Desde el 2014 Gabo no se encuentra entre los vivos, ascendió al cielo igual que Remedios La Bella, contrariamente a lo que piensa la congresista María Fernanda Cabal. Tanto Gabriel García Márquez como sus personajes son astros, son estrellas de la mañana y son estrellas fugaces; aquellas que van haciendo rayas en el espacio prodigando su luz.