Después de su tedioso recorrido desde el barrio El Nevado, por toda la carrera 23 de Manizales, un hombre se acerca tímidamente a la puerta de una cafetería por Versalles, con ansias de recibir su café pendiente. “¿Clasifiqué?”, Le dice el hombre al dueño de la cafetería, para que le entregue la bebida caliente con la que empezará su tarde de recolección. Él se la proporciona junto con un par de cajas de cartón, las primeras que le darán valor a su carreta.
Texto por: Juliana Loaiza y Valentina Hoyos
Ilustración por: John James Marin
La idea del café pendiente nació en 1912 en Nápoles, Italia. Cuando un obrero tenía algo que celebrar, bebía un café y dejaba otro ‘caffè sospeso’ para quien viniese luego y no pudiese pagarlo.
En Manizales hay tres lugares que tienen cafés pendientes, ubicados en Plaza 51, en el Cable y en el barrio Palermo. La dueña del establecimiento que queda cerca al Cable se dio cuenta de la iniciativa en un viaje a otro país. Así se unieron a la red nacional, y el nombre que le dan en este lugar es «Café para compartir», lo cual se hace principalmente con personas que trabajan en la calle; consta de un café americano con una galleta. Felipe Álvarez comenzó con la iniciativa hace un año también, y se dieron cuenta cuando uno de los trabajadores de su café visitó Argentina y allí esta iniciativa estaba de moda. Ellos entregan unos 10 cafés al día aunque en promedio la gente paga unos ocho, y cada persona puede firmar o escribir un mensaje anónimo en los vasos del café.
Carlos Arley, hombre escuálido, de tez morena, con harinas de tostada en sus bigotes y las yemas de los dedos renegridas del bazuco, acomoda su palo de madera sobre el alfeizar de La Cafetería Versalles, una cafetería ubicada por la Plaza 51, y dispone a sentarse en el andén para disfrutar su primer alimento del día a las 2:32 de la tarde. Carlos normalmente se levanta a la 1 de la tarde puesto que pasó toda la noche “embazucado”, debido a que se gastó todo el dinero que ganó ayer de su recolecta en más de una docena de papeletas. Se levanta, desayuna, recicla y consume, así todos los días.
El aroma a tinto recién hecho se cuela por entre las narices de los que pasan y de los que se quedan. Los clientes se acomodan dispersos entre las 12 mesas y 48 sillas del lugar. En cada una de las mesas está una tarjeta amarilla con color rosado invitándolos a dejar un café solidario para las personas de la calle.
Carlos hace 33 años cayó “en la maldad de las tales drogas” como él lo define. Todo empezó cuando tenía tan solo 15 años; conoció a un “parche” de jóvenes viciosos, pero él todavía no consumía nada, pues no tenía en mente nada de esas cosas. Pero luego de mucho tiempo con sus amigos, decidió probar la marihuana, y luego el bazuco, en el cual se quedó.
Después de haber estado dos veces en la cárcel por robar, empieza a reciclar. Descubre este oficio y lo bien que le puede ir, pues las cargas se venden por kilos: de cartón le pagan 100 pesos; de chatarra, 300 pesos; de lata son dos mil pesos y de cobre, 10 mil pesos. Cada día se hace un mínimo de 10 mil a 15 mil pesos.
“El incremento de los habitantes de la calle en Manizales y en todo el país se debió a los gobiernos anteriores, la salud era muy mala, muchas personas sufrían de esquizofrenia, debido a que esto con acetaminofén no se cura, para los enfermos la solución fue el bazuco”, afirma el sociólogo Luis Felipe Castrillón, profesor de la Universidad de Caldas.
Carlos está totalmente consciente de su situación, y se queja que está trabajando para el jíbaro, además hace una cuenta aproximada de cuánta plata ahorraría si no consumiera: si son 10 mil pesos diarios (aunque normalmente es más), al mes serian 300 mil pesos y al año serían 3 millones 600 mil pesos, esto por 33 años serían 118 millones 800 mil pesos.
El caffè sospeso es víctima de algunas críticas en la ciudad, puesto que para unos es algo positivo, pues así están ayudando a la gente que no puede comprar un café y al mismo tiempo malo, porque muchos dicen que al ayudarle a las personas que están en las drogas, acolitan el vicio y la informalidad. En la cafetería cerca a Plaza 51, Ramiro, el dueño, vive esta problemática, al día van 50 indigentes pero él no les puede dar a todos ya que no le compran los mismos cafés de antes. Empezó a entregar 50 cafés al día, después 40, después 30 y ahora 20. Este año proporcionó en enero 1247 y para agosto solo 540.
Don Ramiro dice que la poca ayuda por parte de la comunidad se debe al pensamiento de algunos gobernadores que dicen que no se debe ayudar a las personas de la calle porque hace que sigan así y no busquen mejorar. El sociólogo afirma que “es un asunto de acto humano reconocer que el otro también es persona, los indigentes ya decidieron estar en esa vida, pues no ayudarlos con un café no hará que ellos cambien”.
La solidaridad se puede ver entre los mismos indigentes, cuando llegan de otras ciudades como Bogotá y Medellín, y se chocan debido al diferente ritmo de vida que llevaban. Los habitantes de acá se encargan de ayudarles con la alimentación, ubicación y nuevas lógicas de convivencia que deben aprender para sobrevivir, debido a las diferencias entre el mundo de la ciudad y el de la indigencia, pues estos son opuestos. El caso de Arley no es el único, pues muchas personas disponen de este tinto con tostada como su única comida del día.
“Con el bazuco me tiré toda mi juventud, y al parecer me voy a tirar lo que me queda de vida”, reflexiona Carlos, ya va a cumplir 55 años y se siente solo, sigue consumiendo bazuco todos los días y a veces ni ganas le dan de sacar su carreta, pero siempre va por su café solidario en la cafetería de Don Ramiro, pues allá lo han acogido y ya no se imagina sus días sin el tintico que le calienta sus dedos negros, estos son objetivo frecuente de muchas miradas de desdén, pero él dice que “para qué me voy a lavar las manos, si igual por la noche voy a volver a consumir”.