Cada 7 de diciembre sucede un acto histórico digno de resaltar: Los colombianos se reúnen sin importar la raza, sus dogmas, gustos musicales y edades para sumergirse en una práctica católica, que enciende la llama de la unión y la esperanza.
Texto y fotos: Tatiana Guerrero
La tradicional noche de velitas, que en Manizales se celebra los días 7 y 8 de diciembre, parece ser la fiesta más inclusiva de la Navidad.
Nadie se quiere perder esta danza del fuego, que ilumina las calles, los andenes, los senderos y las casas. Todos quieren ser testigos de cómo las velas se reducen hasta convertirse en una pequeña masa de esperma que será removida al día siguiente por niños avezados.
Y aunque esta tradición es netamente católica, quienes la replican año tras año no necesariamente se identifican como fieles seguidores de esta antigua religión. Es así como millones de velas convocan a una horda de personas de distintas razas, creencias, dogmas y edades que rinden tributo a la luz.
Durante esa noche desaparecen las diferencias sociales y las fronteras imaginarias, para dar paso a un ritual que nació en 1854 cuando el Papa IX instauró el 8 de diciembre como el día de la Virgen María, decisión que fue celebrada por los peregrinos en la plaza de Roma con candelabros y velas.
Ni un pogo logró tanto
Las luces, la natilla, el buñuelo y los cañonazos bailables despiertan esos instintos bajos que sacarán a más de unos de sus cuevas underground para prender la vela, mientras las tías zapatean al ritmo de la canción Apágame la vela María, compuesta por el “Rey del Merecumbé”, Víctor Piñero.
Y entonces, vemos lo nunca antes visto: al rockero del barrio, el metalero, el punkero con media cresta iluminada, el ateo, el que hace rato no visita una iglesia, el outsider de otra religión y hasta el perro, reunidos en torno a las velas y faroles, compartiendo anécdotas familiares.
Vemos a la manizaleña María José Londoño, quien no comulga con el catolicismo, preparando desde tempranas horas una natilla sin azúcar que dividirá en pequeñas porciones con su padres.
“Prendemos velitas porque tenemos la creencia de que son los seres de nuestra familia que han muerto que ven las velas que uno prende por ellos. También enciendo velitas por mis amigos y sus deseos, sin olvidar que es una excusa para enfiestarse”.
Para el punkero Felipe Castrillón la noche de las velitas es la oportunidad para reunirse con sus “cuchos”, la familia y los amigos del barrio.
“A mi no me gusta la pólvora porque qué pesar de los animalitos, pero sí me parece importante prender las velas, tomar, estar con los amigos, caminar por la ciudad y compartir”.
La distancia no es excusa
Colombia es el único país de Latinoamérica en el que predomina la tradición. Sin embargo, esta práctica rompe geografías y ha logrado aclimatarse en tierras extranjeras. Cada 7 de diciembre algunos colombianos que residen en otros países no dejan pasar desapercibido esta fecha, buscan un pequeño rincón en sus hogares para encender las velas, recordar a sus familiares lejanos y pedir a la virgen María por su salud, trabajo, dinero, entre otros.
“A donde vaya siempre llevo conmigo las tradiciones de mi ciudad. Cada diciembre soy puntual con mis velitas, porque es una forma de homenajear a mis seres queridos, de pedir buenos deseos y de conectarme con ellos desde la distancia”, cuenta el colombiano Álvaro Barbosa, que reside en New York, Estados Unidos, desde hace un par de años.
Y a pesar de que la religión católica por siglos ha sido una figura divisoria, la noche de las velitas tiene un efecto contrario que apela a la nostalgia de muchos, quienes deciden despojarse de sus creencias, abandonar sus miradas panópticas, y congregarse a la solemne fiesta que da inicio oficial a la Navidad.