Opinión por: Stefanny Gutiérrez Duque.
Ilustraciones de: Manuela Jaramillo.
Sin duda, el 2020 ha sido el año más estrepitoso que hemos conocido. Lo es para quienes no hemos vivido lo suficiente para recordar tiempos peores. No hemos escuchado el silencio inhumano que viene después del estallido de una bomba durante una guerra mundial; no hemos sobrevivido a las pandemias de viruela, sarampión o peste negra, las peores para la humanidad; no hemos pasado por las inclemencias de nuestros ancestros. Hoy parece que todas las cosas deberían ser más fáciles de enfrentar que antes.
Nos regodeamos con tener a nuestro alcance información que nuestros predecesores ni imaginaron, y la comunicación con el mundo entero; y en tiempos de pandemia, con poder recibir clases, hacer yoga, ver series, aprender otros idiomas, seguir estudiando, etc. Pero hay algo dentro, ese sentimiento de vacío que no nos deja sentirnos completamente «normales».
Pero seamos francos, el panorama no es alentador. Parece que fue ayer cuando creímos que nada podía salir mal, hasta que llegó el 2020. Bien dice la ley de Murphy «Si algo puede salir mal, de hecho, lo hará», y así fue.
Y ¿cómo no?, si es que son las situaciones más caóticas las que sacan lo peor de nosotros. Durante los últimos meses hemos visto cómo la verdadera cara de los líderes mundiales y locales se desvela ante el silencio de nuestro encierro, cómo miles de vidas se han perdido a causa de las malas decisiones y la violencia, y cómo nuestro panorama simplemente no vuelve a ser como antes.
Virginia Woolf se preguntaba en Un cuarto propio: «¿Diremos que la guerra tiene la culpa? ¿Cuándo se dispararon los cañones de agosto de 1914, hombres y mujeres se vieron las caras tan bien que murió la ilusión? Ciertamente fue un golpe (…) ver las caras de nuestros gobernantes a la luz del fuego de las granadas. Tan feos parecían (…), tan estúpidos». Hoy yo me pregunto ¿estamos librando nuestra propia guerra?, ¿estamos viendo cómo somos realmente a la luz de esta pandemia?
Puede que al inicio pensáramos que éramos los únicos que se sentían así, pero con el paso de los días, las charlas con amigos, conocidos, etc., uno se da cuenta que es un sentimiento generalizado. Todos sentimos esa carencia, esa falta de je ne sais quoi, ese vacío con cada día que pasa y con la rutina que nos hace olvidar hasta en qué día estamos.
La normalidad era esa permanente pero subestimada compañera que se deslizaba entre nosotros silenciosa e imperceptiblemente, tan dada por sentado, y que hoy creemos perdida. Hoy todos anhelamos volver a ella, resumimos todos los anhelos con esa simple palabra. Aun así, no es la normalidad lo que extrañamos.
Lo que realmente extrañamos son las posibilidades, las posibilidades de que algo en el día sea diferente, nos sorprenda, nos cambie, nos haga morir, o vivir. Hoy sabemos lo que pasa cada día, sabemos con cálculos las cifras de muertes que puede haber, y si no, los medios se encargan de hacernoslo saber. Hemos perdido la capacidad de sorpresa.
Por supuesto, también hay otras cosas. Las personas. Si hay algo que nos ha enseñado esta pandemia, más allá de la terrible cara de la humanidad, de que la más microscópica cosa puede traer grandes cambios y, claro, de que nadie está por encima de la ley; lo que más nos ha enseñado la pandemia es que las personas necesitan personas.
Aunque nos jactamos de la cercanía que nos brinda el internet con sus miles de facilidades tecnológicas, nada reemplazará en un futuro cercano el roce de una piel y la temperatura de un cuerpo.
Y es que no podemos negar que al salir de casa nada se siente igual; y aunque eventualmente nos acostumbraremos a usar el tapabocas, pues ya se está convirtiendo en un accesorio de moda más, hay ciertas cosas que difícilmente serán reemplazadas: una mirada coqueta acompañada de una sonrisa en la calle, porque si bien las primeras hablan, son mucho más elocuentes acompañadas de las segundas; el almacenar en la memoria caras de desconocidos al andar por la calle; el olor en el aire que nos llena de recuerdos; la simple energía de alguien que está cerca…
Hoy me pregunto: ¿cuándo volveremos a sentir sin preocupación, o la sensación de que estamos haciendo algo mal, la briza helada en la nariz al salir de casa temprano en la mañana, el roce de una mano en transporte público; el roce de unos labios? ¿Para cuándo la cercanía sin temor o culpa?
Todas estas cosas que llamábamos «normalidad» son las que extrañamos realmente. Sería bueno que comenzáramos a valorarlas cuando regresen.