Texto por: Rafael Santander
Fotos por: Andrés Camilo Valencia Chica
«Todo bien por acá, Francisco, sin mucha novedad, con mucho despeje. Está cambiado el tiempo, por lo menos está como veranosito, mijo. Muchas gracias por el reporte, por la comunicación con ustedes». Con este tipo de mensaje, Leonel Ortiz Porras se comunica cotidianamente con el Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales. «Esto nos mantiene tranquilos a nosotros», dice con su radioteléfono en mano. «Estar comunicados constantemente».
Contrario a lo que podría asumirse de alguien que habita la montaña vigilando la actividad del León Dormido, en tiempos de alerta, Leonel es una persona sociable, abierta y acogedora. Su preocupación por la conexión con las personas con las que habla por radioteléfono evidencia su resistencia a permanecer socialmente aislado.
La razón por la que Leo, un hombre que no parece haber nacido con una vocación ascética, habita una región tan remota responde a una serie de eventos vitales, coincidencias felices o casualidades poéticas que ameritan ser contadas.
Se exagera al decir que un nombre propio puede determinar el destino de una vida, aunque el gesto de cambiarlo pueda leerse como un intento de liberarse de imposiciones paternas. Sin embargo, hay algo casi mágico en que Leonel sea el nombre del guardián del León Dormido. En su juventud, trabajaba haciendo pólvora para el tejo, o turmequé, como él prefiere llamarlo. Un exceso de confianza lo llevó a dejar secando una mecha al calor y, en un descuido, esta explotó en sus manos. «La confianza es lo que lo mata a uno», afirma.
Dada la gravedad de sus heridas, por recomendación de un médico, don Leo tuvo que abandonar la ciudad, dejar atrás su barrio, Cervantes, y emprender un viaje monte arriba hasta encontrar un clima lo suficientemente frío para vivir sin preocuparse por las quemaduras. Desde entonces han pasado más de 54 años, tiempo que lleva viviendo en El Recreo, a 3.7 km de Laguna Negra, en la vía hacía al Nevado del Ruiz.
No siempre trabajó como guardián, aunque lleva más de 30 años desempeñando este oficio. Anteriormente, tenía un restaurante en la antigua Brisas, en la vía hacia la base militar del cerro Gualí, antes del 13 de noviembre de 1985. «Después de eso, el nevado estuvo cerrado para el turismo por cinco años, todo esto quedó sellado. Yo tenía el restaurante en Brisas. Y como yo les regalaba el agua a los del comité de cafeteros mientras realizaban unas construcciones, después ellos me dieron coloca aquí». Así, pasó a ser vigilante y operario de las repetidoras.
Por su ubicación privilegiada en la montaña, fue testigo de la tragedia de Armero desde una perspectiva distinta a la narrativa común que sugiere que el desastre fue inesperado. «Yo estaba trabajando con los del Agustín Codazzi, porque ya estaban dando alertas del volcán. Empecé a trabajar con ellos, que estaban instalando unas torres para medición, hasta que el León se despertó. El 13 de noviembre trabajamos por El Cisne colocando una torre. Sentimos que algo pasó, pero estaba nublado y no lo vimos. Cuando bajamos a almorzar, a las 3:40, fue la primera emisión de ceniza brava. Dicen que llegó hasta Venezuela. Y ya por la noche estaban jugando la Copa Libertadores, creo que estaba jugando el América. Hacía tres días que no teníamos luz y entonces escuchamos el sonido del volcán. Estaba lloviznando y empezó a caer piedra caliente. Usted veía los charcos y todos botaban vapor. Al otro día fue que vimos lo que pasó».
Pese a esta experiencia, la relación de don Leo con el volcán no parte del miedo. «Es un vecino muy lindo cuando está tranquilo», dice, aunque agrega: «El León es de respeto, pero lo que más me asusta acá son las tormentas». En medio de la relativa soledad de la montaña, conectado mediante el radio y la telefonía, rodeado de un paisaje paramuno de azules brillantes y verdes pardos, en una montaña acariciada por densas neblinas, la vida de Leo es un ejemplo de coexistencia entre ser humano y naturaleza en condiciones hostiles.
En su historia, la ironía y la coincidencia hacen sospechar de la autoría intencional de una providencia sobre la aparente aleatoriedad de la entropía. Un imprevisto con pólvora, un intento humano de controlar el fuego, lo llevó a ascender la montaña para vigilar el León Dormido. Ahora es el primero en advertir su vigilia, observando el prodigio de la naturaleza, el calor en las tierras nevadas y el fuego incontrolable bajo la superficie de la tierra.
Nuestros recomendados