Rapsodia para un instante lecciones de geometría emocional (22)

Rapsodia para un instante: lecciones de geometría emocional

Texto por: Rafael Santander Arias

Fotos por: Juan José Peñaranda

El 11 de enero en la sala del teatro Punto de Partida se hizo el cierre de temporada de su nuevo montaje de Rapsodia para un instante, una obra clásica de la compañía. Su invitación a la empatía a través de ese vistazo al interior del corazón de dos hombres invisibilizados pone de manifiesto su vigencia.

«La caja negra está llena de coplas, versos y poemas», estas son las palabras con las que el dramaturgo Mauricio Granados describe el espacio escénico donde transcurre la acción de Rapsodia para un instante. «Caja negra». El joven director, Luis Armando Solarte, construyó su propuesta a partir de esas palabras.

Por un lado tenemos la caja negra de los aviones que hace referencia directa al personaje del Piloto, esta es la parte más segura del avión y, por ende, lo último que se destruye. «Espacio seguro» y «Vestigio», ambos conceptos configuran el espacio escénico, el escenario conformado a partir de varillas y cinta de precaución. «De pequeño en Pasto, cuando iba al colegio veía gente sentada sola y en silencio en unos edificios abandonados», afirma el director. Aquí ocurre la historia, en la abstracción de una construcción abandonada y convertida en paisaje que sirve de refugio para personas sin hogar, que para algunos también son paisaje y que por eso mismo, debemos poner en escena y observar con empatía.

«Caja negra» además, dice Luis, es un concepto teatral. Es la instrucción que se le da al tramoyista para que no ponga telones. Se dispone así del espacio cuando no se quieren ocultar cosas. En un escenario desnudo sin trasescena los actores están expuestos, vulnerables, siempre observados y con esta sencilla decisión nos comunica ese estado interior de los personajes.

Una acepción adicional de «Caja negra» que se le escapa a Luis durante nuestra conversación es la de la computación: aquello que recibe información, la procesa y produce salidas, pero cuyo funcionamiento no se revela. En la caja negra se mueve y se trabaja la información de forma invisible al usuario. Podríamos decir que la obra es una caja negra revelada: esos dolores internos del espíritu humano que condicionan actitudes y comportamientos personales, ocultos siempre en la cotidianidad, acá son transparentes.

El argumento es muy sencillo y la historia se ha contado muchas veces —y por esto precisamente recordamos uno de los encantos del Teatro, su inagotable iteración sobre lo mismo, cómo la convergencia de lo uno y lo múltiple: la difracción del arquetipo en una gama amplísima de variopintos personajes, la infinidad de montajes y de textos que giran alrededor de un mismo tema que nunca alcanzan a abarcarlo todo—: dos desconocidos, completamente diferentes, a lo largo de una noche pasan del antagonismo a la fraternidad íntima gracias a lo que hay de común en ellos. En Rapsodia específicamente, dos hombres sin hogar, luchando por un lugar donde dormir, terminan revelando las heridas profundas de su alma y encontrándose en ese dolor; convirtiendo ese baldío hostil, un proyecto urbanístico fallido y abandonado, en un territorio habitable, lleno de calor, memoria y significado: un hogar durante pocas horas.

Oposiciones, colisiones

Carlitos, interpretado por Augusto Muñoz Sánchez (Tuto), parece un mercachifle de bazar. Su vestido rojo y gastado y su maña de tomar whisky, dada su condición social, suscita la pregunta de si es un hombre de negocios caído en desgracia o, al contrario, alguien de extracción popular que juega a ser adinerado. El piloto,interpretado por Lukas Duke, se siente más escurridizo, más indefinible, apenas determinable por las preguntas que lo rodean: ¿habrá sido piloto realmente o solo tiene un kepis robado?, ¿qué es esa luz que lleva en la mano?, ¿cómo hace para que Carlitos experimente también su imaginación?

«Desde la dirección trabajamos los personajes con actitudes opuestas: Carlitos es rápido, alegre y expresivo, mientras el Piloto es más pausado, melancólico y reservado», dice Luis. Aunque en escena este contraste se diluye. La intensidad  de estímulos a la que los espectadores nos encontramos expuestos es alta: la música es fuerte, las actuaciones histriónicas y el ritmo frenético no da tregua, los descansos no parecen suficientes. «Hice un montaje pensando en el público de ahora, en cómo funcionan los lapsos de atención y la estética de redes sociales: la gente necesita más estímulos, que retengamos más su atención», declara el director que con un lenguaje muy coloquial describe la indicación que le dio a sus actores para lograr el objetivo: «vamos a meterle pique».

Aunque cierto público pueda desentenderse de esta propuesta de dirección, los comentarios de los asistentes fueron buenos. Incluso algunos que no son consumidores asiduos de teatro lo agradecen como Luisa María Mejía: «a mí me ayudó a concentrarme poder estar viendo cosas todo el tiempo», lo que parece prefigurar una estética futura en la que incluso dentro de la obra el espectador tenga libertad de a qué prestarle atención. Yeinny Sánchez, quien asistió a su primera función de teatro observó que «la obra lo pone a uno en las emociones de las personas, a entender que todos tenemos  historias» sin necesitar de sutilezas. Felipe García, visitante de la ciudad de Bogotá destaca las «muchas sensaciones, sobre todo la de intimidad» y cómo «se nota la pasión» del elenco. Para ellos esta intensidad fue lo que les permitió conectar con la obra.

En esta época de obras itinerantes se ha popularizado el minimalismo en la escenografía. No es la excepción acá. También una y múltiple, la estructura de varillas es un significante amplio: el lote abandonado, una caja negra y una abstracción del texto que hace el director. «Cuando leo la obra, veo líneas», dice. Y estas líneas no son las textuales, son el concepto euclidiano, el producto de la unión de dos puntos. 

El texto está lleno de líneas: líneas que unen, líneas quebradas, anhelos, amores, rupturas; líneas frescas de una amistad emergente, las líneas de la mano y del destino; líneas que en nuestra cabeza imaginamos para calcular la distancia entre nosotros y aquello que miramos o hacia lo cual nos acercamos atendiendo al llamado del deseo; también las líneas de los versos, de las cartas, la línea telefónica; la línea que separa (o que une) la tierra y el cielo —estos opuestos encarnados por el Piloto y Carlitos—: el horizonte. De ahí se trazan esas otras líneas que nos permiten ver la profundidad, un concepto técnico cuyo nombre resulta tan apropiado para el argumento y que haciendo juego con este montaje cobra una connotación poética: las líneas de fuga.

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