Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo
Fotografías Por: Andrés Camilo Valencia Chica
La desaparición forzada en Colombia es una herida que no cicatriza, un presente que se repite todos los días. En Armenia, Manizales y los municipios que cosen el Eje Cafetero, familias enteras han aprendido a vivir con papeles que contienen números de radicado, audios guardados en viejos teléfonos y fotografías deterioradas con el paso del tiempo. En estas líneas usted leerá a cuatro voces. No buscan cerrar un caso; buscan abrirnos los ojos.
Luz Elena Ocampo habla por todos, aun cuando cuenta la historia de su propio esposo con el que, tras un intento de reconstruir un exilio que no pidió en Canadá, regresó, finalmente, a Colombia. Dos años después, creyendo repuesta una nueva vida junto a su marido, Luz Elena no volvió a saber nada de él. El primer año, dice, se dedicó por completo a la búsqueda, hasta entender que hacerlo sola era un paredón: “Tuve la fortuna de encontrarme con un defensor de derechos humanos… nos cuenta ‘¿por qué no te unes a otras personas… y forman algo?’”. Así nació, hacia 2016, un pequeño grupo de mujeres que pasó de llamarse Fundación de Familiares Víctimas de la Desaparición Forzada (FFVDF) a Supervivientes Maná: “Supervivientes… de un dolor que significa la desaparición de un ser amado… y Maná, que quiere decir unidad y fuerza de espíritus”.
Ese cambio de nombre no fue un gesto cosmético. Fue la decisión —radical— de no quedarse solo en la identidad de víctima sin negar el daño sufrido; de asumirse, también, como sujetas de acción, de búsqueda, de comunidad, de continuidad. Hoy, en Armenia, el grupo que empezó con cuatro mujeres reúne a 24 familias; ya lograron encontrar a la primera persona —“uno valió la pena”, dice Luz Elena— y seguirán, dice hasta el final. En el camino, un nombre se apagó: el de un buscador asesinado hace dos años. “De resto somos mujeres buscadoras.” Lo que se busca no es solo un cuerpo; es el derecho a cerrar un duelo, el derecho a contar la historia con un punto final y no con puntos suspensivos.
La búsqueda afecta su cuerpo. Ocampo lo dice con la sobriedad de quien ha tenido que hacerse experta de sí misma: la desaparición enferma, por dentro y por fuera; deja huellas físicas y mentales. Su cuerpo sintomatiza el dolor. “Me considero una sobreviviente de la desaparición de mi esposo y una sobreviviente de un cáncer”, afirma. Sobrevivir es, a su vez, organizar papeles, aprender de leyes, sostener a otros. Porque, cuando el Estado llega tarde o no llega, la sociedad civil aprende a tender redes que no caben en ningún organigrama.
Jairo de Jesús Álzate no usa grandes palabras; usa las necesarias, su voz es pausada, con un leve siseo. Agradece a Dios, a la comunidad y —subraya— a los jóvenes que madrugaron para escucharlo. Viene de una vereda, y trae a cuestas una década de preguntas: su hijo desapareció en 2012, según cuenta, después de querer salirse del “grupo 47 de las FARC”. Su hipótesis es simple y terrible: al intentar dejar la organización, lo desaparecieron. “Los hijos son el sentir de nosotros, padres”, resume, con la voz de quien nombra lo obvio que duele. Y lanza una súplica: “Si la señora Karina sabe de él… que tenga siquiera esa voluntad de decir en dónde lo dejaron”. La verdad, en su boca, suena a una palabra cortita: razón. Quiere “tener razón de su hijo”. Quiere poder nombrar un lugar. Llorar un cuerpo.
Lo de Jairo recuerda algo que suele perderse en los informes: el derecho a saber no es un tecnicismo; es una forma de respirar. En su caso, ese derecho empieza con una llamada, una pista, un gesto de alguien que sabe y decide hablar. La búsqueda, aquí, no solo es institucional; es, sobre todo, comunitaria.
Gloria Inés Ureña cuenta su historia con la exactitud de las fechas y el peso de las madrugadas: su hijo José Andrés López Ureña, de 16 años, estudiante, desapareció en la Avenida Caldas. Dice que fue la “distribución” que hicieron los paramilitares; desde entonces, 24 años de búsqueda ininterrumpida. Ha aprendido a buscar por él y por otros: “No soy de esas personas que digan ‘¿por qué el de fulano y el mío no?’”. Hay un gesto que se repite en muchas madres buscadoras: la alegría por la entrega de restos ajenos, porque significan que alguien podrá llevar flores, rezar, tener una tumba. En Samaná —relata— se hicieron entregas de 14 restos; la noticia que en otra mesa sería un número, para ellas es un lugar donde llorar.
Su voz se quiebra, poco después, rompe en llanto. Nombra la frustración que la democracia suele esconder bajo eufemismos: habla de impunidad y de la responsabilidad del Estado cuando no garantiza justicia. Señala a un responsable —lo nombra ante el público “Ramón Isaza”— y denuncia que “tiene más garantías que nosotros, que somos víctimas”. Su indignación no pide venganza sino responsabilidad; no busca castigos medievales sino que el derecho funcione. Y, aun así, no pierde el gesto pedagógico: a los jóvenes les pide “seguir estudiando, seguir indagando”, para no repetir la historia y para no romperle a una madre el corazón que no termina de romperse. También agradece a quienes llegan y se arremangan, como Felipe un hombre del público al que señala, joven de universidad que le tendió la mano de verdad, más allá del trámite.
Diana Patricia Ortiz Camargo coordina la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) en la región. Recuerda que la entidad nació del Acuerdo de Paz con un enfoque extrajudicial y humanitario. Su misión es tan difícil como clara: buscarles a todos. Parece una frase obvia; en un país de cifras que marean, es una brújula ética. Su trabajo —dice— es garantizar equipos, condiciones y, sobre todo, empatía. “Poder sacarlo del escenario privado y ponerlo en el público es un paso hacia la no repetición”, afirma. Porque la desaparición, insiste, es “una victimización permanente”. Y porque el desaparecido “desaparece hasta de las conversaciones familiares”, aun cuando nunca deja de habitar cada gesto en la casa.
En un auditorio “principalmente joven pero diverso”, Ortiz vio lo que a veces parece imposible en tiempos de pantallas: lágrimas en los ojos de quienes escuchaban. La empatía no repara por sí sola, pero cambia el clima moral de una sociedad: la vuelve capaz de imaginar la vida del otro. La UBPD, en clave pública, busca eso: mover el tema de la sala de la casa a la plaza del pueblo. Por eso impulsan la Ruta Buscadora, que —según su agenda— recorrerá plazas y cruces de caminos en el Eje Cafetero, pasando por La Virginia, Belalcázar, Arauca, Neira, Manizales (en el kilómetro 41), Villamaría, Palestina, Chinchiná, Santa Rosa de Cabal y, en Quindío, Salento, Circasia, Montenegro y Calarcá, entre el 4 y el 17 de septiembre. La plaza pública vuelve a ser aula, altar y archivo vivo.
Este texto no resuelve un caso. Tampoco pretende narrar el conflicto en diez párrafos. Quiere, más bien, hacer algo que la violencia nos ha ido robando: escuchar. Luz Elena, Jairo, Gloria no son personajes; son sujetos de una historia que sigue escribiéndose cada día. Y esa historia necesita que la sociedad deje de fingir que el conflicto pasó “por los límites” del Eje Cafetero, como si la guerra fuese un río que no moja a quien mira desde la orilla. Necesita que cada uno —desde el lugar que ocupa— ponga el cuerpo: compartiendo información, cuidando a quien busca, exigiendo al Estado lo que le corresponde y acompañando a las instituciones que, con enfoque humanitario, hacen su parte.
Recordar es resistir cada día, es llevar un poco de salud en el cuerpo, un poco de alivio en el alma y esperanza en el corazón. Recordar la sonrisa de Robinson al creer recuperada su patria durante un instante; Recordar las palabras de Andrés López Ureña –tranquila cucha que no va a pasar nada–, aquella vez que su madre trató de persuadirlo de no ir esa noche justo a las 8, a aquel parque y en el que, en un lapso de cinco minutos, no le volvió a ver. Recordar el desplazamiento de Jairo de su vereda por culpa de un grupo que gustaba de hacer de las suyas y que solía abusar de mujeres jóvenes como su mujer. Jairo cuestiona la guerra en Gaza, la condena y no puede dejar de preguntarse: “Como pueden estar matando a gente que solo reclama comida”.
Buscar es, sobre todo, no olvidar. Y porque la memoria —esa palabra que a veces suena solemne— en realidad es una tarea cotidiana: hacer listas, volver a llamar, insistir en la misma oficina, anotar la fecha, regresar a la plaza. Hasta que el país aprenda a conjugar el verbo que estas familias repiten desde hace años: encontrar. Luz Elena, Jairo y Gloria nos advierten, que ser cuchos no está demás, que hagamos siempre caso a lo que sus voces, que encarnan la experiencia, tienen para decirnos.

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