Escrito por: Sebastián Flórez Agudelo
Fotografías Por: Juan José Peñaranda Giraldo
En Manizales, una voz llega con olor a maíz tostado. Es la de Julia Alejandra Mejía, antioqueña, invitada a la decimosexta edición de la Feria del Libro de Manizales. Viene de Medellín, trae una charla sobre fogones de resistencia, un taller de arepas y una certeza: la cultura también se cocina. “Vengo de Medellín, invitada por la feria, muy contenta de estar acá”, nos dice, con el entusiasmo sencillo de quien reconoce en estas montañas una geografía hermana. La feria, este año, se piensa bajo el tema “Las voces de la montaña, la cultura y los caminos de los Andes”; ¿mejor consigna para su visita? imposible.
Julia no desembarca con la solemnidad de un ciclo magistral, sino con la cercanía de una conversación alrededor del fogón. Habló de las culturas que nos rodean, de tradiciones culinarias y de pedagogías que nacen del acto de preparar alimentos; al día siguiente, prometió amasar y enseñar en un taller de arepas. En su propuesta, el aula se vuelve mesa.
La forma en que lo cuenta deja ver una ética: poner el cuerpo para decir. No es lo mismo teorizar sobre identidad que escuchar el chisporroteo de una arepa en la plancha mientras se conversa de abuelas, barrios y caminos. Allí se condensa su apuesta: el conocimiento como experiencia compartida.
La expresión no es un adorno. Los fogones de resistencia nombran esos espacios donde la cocina popular resiste la homogeneización del gusto y la desmemoria: patios con leña en la esquina, cocinas comunales, mercados de barrio, encuentros campesinos, festivales donde una olla grande ordena el tiempo. Allí las mujeres—y cada vez más jóvenes—transmiten técnicas, ritmos, palabras y silencios. Allí perviven los modos de racionar, celebrar, curar; allí se cocina el archivo mínimo de la cotidianeidad.
El fogón es un pequeño parlamento: convoca, organiza, escucha. Y resiste. Resiste al desplazamiento, a la precariedad, a la moda que reduce el territorio a una tendencia gastronómica. Julia propone leer esos fogones como dispositivos culturales: en ellos, dice con su práctica, se negocian identidades, se reparan duelos, se imaginan futuros. La arepa, en este marco, no es un souvenir culinario: es una matriz que enseña proporciones y paciencia, que ritualiza el compartir y que, por su ductilidad, permite atar el maíz con otros productos de la montaña: quesillos, fríjoles, hogao, mantequillas, brotes.
En el taller de arepas que acompaña su visita, convertirá una receta en un método de lectura del territorio: ¿de dónde viene el maíz?, ¿quién lo siembra?, ¿qué caminos recorre para llegar a la plaza?, ¿cómo se muele? La idea es pensar con las manos: hacer visible una red de cuidados y oficios que sostienen la vida urbana desde lo rural, lo barrial y lo doméstico.
Hay, además, un gesto político en la desaceleración: amasar obliga a esperar. Y esperar, en tiempos veloces, es una forma de resistencia. Mientras la plancha hace su trabajo, se conversa: una charla—la de los fogones—y un taller—el de arepas— que, en conjunto, convierten la feria en cocina abierta.
La 16 Feria del Libro de Manizales se propuso escuchar “las voces de la montaña” y trazar “los caminos de los Andes”. La visita de Mejía calza con precisión en esa cartografía: su relato trae las pendientes de sus barrios, los mercados populares de Medellín, la cultura paisa que aprendió a cocinar con lo que había y a celebrar con lo que alcanza. Al llegar aquí, esas voces dialogan con las del Eje Cafetero: mismas cordilleras, distintos acentos; un sistema de montañas que comparte brumas, ríos, panes y nostalgias.
Resaltar la presencia antioqueña en esta edición no es un gesto de regionalismo, es reconocer un hilo histórico. Antioquia ha incubado autores, cronistas, cocineras, investigadores, editoras y gestores que han hecho de la montaña un personaje literario y cultural. Cuando una antioqueña como Julia llega a Manizales con su propuesta, no viene sola: la acompaña una tradición de relatos que va del costumbrismo a la crónica urbana, de la décima oral a los ensayos sobre patrimonio; un acervo que ha dado a Colombia páginas decisivas y que hoy, en la feria, se reencuentra con la sensibilidad caldense.
Julia lo dice sin aspavientos: Manizales le ha parecido “muy bonita, muy tranquila”; hay gratitud por el recibimiento, por la hospitalidad, por el ritmo de feria a escala humana. Es importante anotar ese subrayado: las ferias del libro también se sostienen de pequeños cuidados—una logística que funciona, una ciudad amable, un público que pregunta—; allí florece el encuentro entre quien investiga y quien escucha.
Por eso su presencia resulta tan oportuna: desplaza el centro de gravedad de la feria—de la mesa de novedades a la mesa de la cocina—sin abandonar los libros, sino recordándonos que los libros también nacen de la vida que los rodea. La arepa, en sus manos, es un círculo de continuidad: lo que se sabe se comparte; lo que se comparte se cuida; lo que se cuida, permanece.
La propuesta de Julia Alejandra Mejía no es un simple maridaje entre gastronomía y letras. Es una política del gusto: reconocer la soberanía de los territorios, honrar los oficios que alimentan, resistir la desmemoria, celebrar la diferencia. En la 16 Feria del Libro de Manizales, su voz antioqueña ensancha el coro de la montaña y nos invita a leer con el paladar despierto.
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