Algodón de Azúcar la infancia como feria de los horrores

Algodón de Azúcar: la infancia como feria de los horrores

Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo

Fotos cortesía FITM Por: Andrés Camilo Valencia Chica

Octubre llegó en el marco del 57° Festival Internacional de Teatro de Manizales con un particular olor a algodón de azúcar -en sentido literal- que inundó todo el Teatro. No un olor cualquiera, sino uno de esos que se arrastran desde la infancia y que, al salir a flote, se adhieren al cuerpo con la fuerza de un recuerdo olvidado. Algodón de Azúcar, de la compañía mexicana Conejillos de Indias, dirigida por Gabriela Ochoa, abrió el mes con una propuesta teatral que transita entre lo onírico y lo macabro, conquistando los aplausos unánimes de la audiencia manizaleña. 

No es casual que la obra evoque inevitablemente la sombra de It (1986) de Stephen King, obra que, casualmente he decidido remontar este año precisamente a inicios de esta fecha. La figura del payaso, que en otros tiempos simbolizó la inocencia de la risa, se convierte aquí, como en la obra de King, en un vehículo de miedo, trauma y confrontación. Gabriela Ochoa explora esa delgada línea entre lo festivo y lo aterrador, recordándonos que la infancia no siempre es el edén que solemos idealizar, sino un territorio de claroscuros, vulnerabilidad y heridas que, aunque enterradas, nos acompañan silenciosamente en la adultez.

El protagonista —Magenta— interpretado por Alejandro Morales, se topa de camino a casa de sus padres con una feria abandonada en compañía de tres payasos que, más que guías, son sombras que lo arrastran hacia un pasado que se resiste a ser olvidado. Cada atracción es un descenso en su memoria, algo Dantesco: juegos que se tornan pruebas, luces que se transforman en espejismos, risas que se deforman en ecos perturbadores. La obra plantea la experiencia como un ritual: revivir, para comprender, enfrentarse, para sanar. 

Lo fascinante de Algodón de Azúcar es que no se queda en el terreno del horror superficial; su horror no proviene de lo explícito, sino de la simbología. El payaso, máscara grotesca del miedo colectivo, se convierte en metáfora de todo aquello que negamos o reprimimos. Es a través del secreto revelado, que se logra comprender el papel del circo, de los payasos y de todo lo colorido: los payasos, que deberían ser con todo, alegres y divertidos; son macabros y burlones, representan la infancia robada del protagonista, algo trucado que no es lo que parece. Así, el espectáculo activa en cada espectador su propia memoria: quien alguna vez sintió la fobia hacia los payasos –Coulrofobia – la revive; quien nunca la tuvo, la adquiere. 

El diseño escénico potencia esta inmersión: claroscuros que recuerdan a una pesadilla, un vestuario que raya en lo carnavalesco y un trabajo actoral preciso, realizado por Romina Coccio, Carolina Garibay, Miguel Romero y Francisco Mena que oscila entre la ternura y lo monstruoso. Como en una montaña rusa, la puesta en escena hace que la risa se convierta en llanto y viceversa, logrando que el público sienta en carne propia ese vaivén emocional que define tanto a la niñez como al horror.

Estrenada en 2023 y galardonada con múltiples premios internacionales -como la nominación a los premios Talía 2024- Algodón de Azúcar llega a Manizales con un recorrido que la respalda, pero lo que realmente la consagra es su capacidad de tocar fibras íntimas. Es teatro que hiere, que conmueve, que no teme poner en escena lo que muchos preferirían olvidar.

Esta ha sido, sin lugar dudas, la obra más poderosa de lo que va del festival. Tal vez influya mi inclinación personal por el género del terror, pero lo cierto es que pocas veces un montaje consigue que el público se adentre en sus propios fantasmas con tanta intensidad. Algodón de Azúcar no es solo un espectáculo; es una experiencia liminal y olfativa donde el pasado y el presente, la risa y el miedo, la inocencia y la oscuridad se entrelazan en un mismo latido.

En el fondo, lo que esta obra nos recuerda es que el horror no está en los payasos ni en las ferias abandonadas: está en esa niñez que todos llevamos dentro, con sus heridas sin cerrar y sus voces silenciadas. Y enfrentarlo, aunque duela, es quizás la forma más honesta de seguir viviendo. Esta obra deja secuelas, el olor a Algodón de Azúcar aún prevalece en el teatro mucho después de la función.

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