Escrito Por: Rafael Santander
Fotos cortesía FITM Por: Andrés Camilo Valencia Chica
Quixote es una pieza fascinante, desconcertante y atrevida; una adaptación espiritual,
un divorcio de la fidelidad argumental y una provocación a las compañías que la
profesan; una exhibición de proeza física con profundas resonancias emocionales; una
celebración de Cervantes y de Strauss y —mi favorita personal— un mestizaje de
lenguajes escénicos que, sin mayor respeto a ninguna etiqueta, permite la comunión de
lo sagrado y lo profano en esta obra que borra el límite de la «alta cultura» y el «arte
popular», muy acorde al espíritu cervantino.
La obra tampoco es un intento de contarnos o mostrarnos El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha, sino que está inspirada por la obra Don Quixote de Richard
Strauss y la música es la verdadera protagonista. El Quijote y Sancho Panza aparecen
poco tiempo en el escenario y le ceden al resto del elenco el espacio para que su
cuerpo interprete la música. Sus movimientos son delicados y cuidadosos, y al tiempo
potentes y enérgicos, osados y precisos. Estas muestras de destreza física por más
espectaculares que puedan resultar, gracias a la sobriedad del escenario, el vestuario y
la iluminación, no llaman la atención sobre sí mismos. Por el contrario, con mucha
pericia en la puesta en escena se logra un equilibrio entre la música y la acción,
permitiendo que esta primera, habitualmente relegada al papel de ambientación,
acompañante o catalizador emocional, se convierta en un personaje más de la escena.
Activamente escuchamos la composición de Strauss acompañada por unos intérpretes
que fungen de catalizador emocional para la música en una genial inversión de roles.
Danzas que parten del ballet y que se nutren con lenguajes populares como el breaking
y el circo hacen de la acrobacia, el contorsionismo, los malabares y los hula-hoops,
aparte de la habitual demostración de destreza, también una de delicadeza y suavidad.
Ante la música de Strauss y el contexto del escenario teatral, la energía y emoción
producto de cada acrobacia, que normalmente suscita aplausos y exclamaciones, se
dirige hacia adentro, hacia la propia sensibilidad y nos sumerge en un estado de
contemplación, donde además de escuchar la música a la par que vemos el
espectáculo, este nos dispone a la escucha. El cuerpo de los intérpretes se convierte
en un instrumento visual, se integra en la composición musical, nos guía hacia esta y
sirve de canal para involucrar más nuestra audición.
No es danza propiamente lo que vemos, y esto es de lo más hermoso. Los artistas a
veces se mueven al ritmo de la música, a veces utilizan pasos de baile, pero en ningún
momento la puesta en escena da la sensación de que la música está ahí para los
intérpretes, al contrario, parece que los intérpretes están ahí para la música. Incluso el
Quijote y Sancho, esenciales en la obra de Cervantes, acá parecen más bien
acompañantes, un telón y un fondo. Brindan contexto y traen algunas emociones de la
novela al escenario —y esta, pienso, es la decisión más genial de la compañía, adaptar
desde la emoción suscitada por El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, no
desde las situaciones, argumentos y acciones presentes en el libro—, pero en ningún
momento estos personajes se sienten protagonistas.
En términos de dramaturgia, la historia ni siquiera se ubica dentro de la diégesis
narrativa del Quijote, sino que se construye a partir del conflicto de un flautista que
quiere interpretar Don Quixote de Strauss y una compañía de teatro que quiere
presentarse en el mismo escenario con una adaptación teatral de don Quijote. El
músico, frustrado por la algarabía de la compañía, desiste de tocar la flauta, mientras el
grupo de teatro busca entre el público su Quijote. De ahí eligen a una mujer, le dan su
vestuario y ella enloquece, como el Quijote, mediante la lectura de un libro. Contagiado
por esta locura, el músico toma el rol de Sancho Panza y el contagio se extiende a la
sala de teatro entera.
Los primeros minutos de la obra son ligeros, alegres y divertidos, mientras la locura se
expande por la sala, hasta que empezamos a ver estos números más delicados,
contemplativos e introspectivos que culminan en un regreso de Sancho y el Quijote,
que finalmente son derrotados por un gigante —acá vemos un ejemplo de la libre
adaptación que hace Truca circus de la obra original—. Y aunque no sea Sansón
Carrasco quien dé el golpe de gracia, ni el Quijote jure deponer las armas, ni lo veamos
regresar a la Mancha desilusionado, todo esto sí pasaba por mi cabeza mientras lo
veía indefenso ante el gigante del escenario. Junto con la música de Strauss, la escena
produce estremecimiento y conmoción, una sensación de pérdida que recuerda el
llanto de Sancho ante el lecho de muerte de su compañero de aventuras. Muere la
locura, la magia, la ilusión, desaparece el mundo de la caballería andante, desaparece
la música de Strauss y regresa el flautista arrogante y amargado, de nuevo en su traje
de concierto listo para empezar a tocar.
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