Dociembre - Yellow Factory y Oblivio teatro - Fotos por Andres C Valencia 9

Diciembre en el Galpón y el teatro vuelve a latir

Texto por: Andrés Felipe Rivera Motato

Fotos por: Andres C. Valencia 

Durante décadas se habla del teatro de los años sesenta como un tiempo suspendido en el aire: bohemio, irreverente, cargado de humo, de palabras y de cuerpos en escena que desafiaban al mundo. En la edición 57 del Festival Internacional de Teatro de Manizales, ese mito volvió a hacerse tangible, como si la ciudad retrocediera medio siglo para recordar que el teatro sigue siendo un territorio de libertad.

Durante el FITM, Manizales se vistió con un clima perfecto para la nostalgia: nublada, fría, lluviosa desde la madrugada. En sus calles, el tiempo pareció renunciar por unos días a la modernidad. No hubo pantallas ni notificaciones, solo el público apresurado bajo paraguas y gabanes, algunos sombreros que parecían salidos de una fotografía en sepia. Ese paisaje anticipaba la experiencia que se viviría en el Galpón de Bellas Artes.

El Galpón conserva la melancolía de los teatros pequeños, donde el mundo cabe entero en un escenario reducido. No busca la grandeza, sino la certeza de que lo íntimo puede ser más revolucionario que lo monumental. La madera, la penumbra, los pasillos estrechos y el eco particular de su arquitectura lo convierten en un templo bohemio, un refugio donde el teatro respira más cerca de la piel.

Entrar al Galpón de Bellas Artes, en medio del festival, fue abrir una puerta al pasado. Una Manizales sin celulares ni prisa digital volvió a cobrar forma. El teatro deja de ser entretenimiento, para ser conversación, encuentro y posibilidad de futuro. Paradójicamente, esa mirada hacia atrás reveló una fuerza donde el arte es como un espacio donde lo nuevo se gesta desde la memoria.

El lema de este año, “A la mierda el algoritmo”, no se quedó en un eslogan. Funcionó de forma política y afectiva que recordó el espíritu provocador del teatro de los sesenta: la libertad de crear, de disentir, de comunicar. En el Galpón, lo que parecía perdido regresó con una vitalidad inesperada.

La obra “Diciembre”, de Oblivio Teatro y Yellow Factory, encarnó esa sensación de época. En escena, un 24 de diciembre se convertía en una metáfora cercana a la realidad de muchos colombianos. Mateo, un soldado de infantería, volvía a casa para encontrarse con sus hermanas embarazadas, Valentina y Laura, enfrentadas a muerte. El conflicto familiar se convertía en espejo de un mundo dividido, donde una sola decisión podía inclinar la balanza hacia la reconciliación o el desastre.

El actor Mateo Galvis, quien interpreta al protagonista, expresó tras la función:

“Siempre había escuchado hablar de este festival, pero nunca había tenido la oportunidad de estar aquí. Nos vio Octavio Arbeláez en Bogotá y gracias a él estamos acá. No me la creo todavía. Es un placer estar frente a un público tan formado; se nota la experiencia y la sabiduría de la gente al sentarse a ver una obra. Eso lo agradezco mucho”.

La intimidad del Galpón permitió que cada palabra adquiriera peso propio. Las respiraciones del público se mezclaron con las de los actores, recordando que el teatro no es solo representación, sino comunión.

Galvis agregó:

“El Galpón tiene algo. Es un lugar donde uno puede estar completamente concentrado en lo que pasa, aunque afuera haya ruido o lluvia. Tiene el poder de encerrarnos a todos en el mismo hogar. Esa cercanía con el público hace que no haya distancia, que estemos juntos en la historia”.

Sobre el lema del festival, el actor subrayó:

“Ojalá algún día un festival le diga al público que deje el celular en un locker. Este es un buen comienzo para eso. La desconexión tecnológica que propone el lema nos hace más atentos, más presentes. Apagar el celular un momento y dejarse ir con nosotros: eso es teatro”.

Mientras la bruma de Chipre crecía y el rumor del agua acompañaba la función, el director y dramaturgo Juan Bilis compartía su propia conexión con el espacio:

“Viví de niño en Chipre y estudié en el INEM. Siempre pasaba por el Palacio de Bellas Artes y soñaba con entrar. Esta vez fue como cerrar un ciclo: volver a mi ciudad, a mi barrio, y hacer de este teatro mi casa. Logramos construir una casa dentro del escenario, y eso fue muy especial”.

Bilis recordó también el reto escénico que implicó el montaje:

“A pesar de las dimensiones del Galpón, que son grandes, logramos una sensación de intimidad. Me interesa mucho esa idea de asamblea, de comunidad. El Galpón nos acogió, hicimos match. Y además tiene una magia particular: es el único lugar donde las funciones son a las once de la noche. Tengo claro que a esa hora se invocan otras fuerzas, una mística distinta”.

Esa mística se hizo visible. La ciudad, el clima y la obra parecieron sincronizarse. Todo adquirió un aire ritual. El público salió del Galpón con la sensación de haber participado en una ceremonia que rescata la esencia del teatro: el encuentro humano.

En medio de una época dominada por algoritmos y pantallas, el festival recordó que todavía existen lugares donde lo esencial no se mide en clics, sino en miradas compartidas. En esa sala, entre la madera húmeda y las luces tenues, el teatro volvió a demostrar que sigue siendo el espacio donde la vida se representa para volver a sentirse.Y allí, en ese pequeño templo bohemio, Manizales volvió a regalar un diciembre adelantado, cargado de memoria y de un futuro para el Festival Internacional de Teatro de Manizales.

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