Este recorrido comienza en Bonafont, ubicado al suroeste de Riosucio, Caldas. Donde empieza también el territorio común del viento a 68 Km de Manizales. El silencio no promete nada y, aun así, funciona como un primer acuerdo entre quienes llegan y quienes custodian. Hernando Largo —nuestro guía para este día, Apenas nos mira y dice: “De aquí en adelante caminamos.” Son tres horas hacia un lugar nombrado como si existiera entre el mito y la memoria: Ciudad del Tiempo, en el resguardo Escopetera y Pirza, límite entre Riosucio (Caldas) y Quinchía (Risaralda).
Currucutao, la lechuza guardiana
Antes de subir, el cuerpo se prepara con un desayuno hecho por manos locales. En el pie del cerro Karambá, en la cocina Currucutao, huele a leña, y los utensilios no son decoración ancestral sino herramientas cotidianas: barro, piedra, cayanas. Sobre una roca, un petroglifo tallado como la figura de un ave. Emilsa, anfitriona del lugar, sirve café y arepas de maíz mientras señala la piedra. “Ese es el currucutá, la lechuza guardiana”, explica, con la misma naturalidad con la que ofrece otro tinto.
Habla como quien recuerda sin solemnidad. Cuenta que los antepasados se sentaban en esa roca a conversar y que los petroglifos solo se revelan a veces: “A mediodía, cuando pega el sol de lleno, o con la luna llena. Ahí sí se ven bien. Pero no siempre quieren aparecer.” En la tablita que cuelga dentro de la casa está la historia completa, dice, aunque ella solo la conoce, “más o menos, así pasadita”. Lo cuenta sin pretensión y repite lo que ha escuchado desde niña.
Le preguntamos si la lechuza trae presagios como dicen en otras regiones. Se ríe. “Eso dicen por ahí. Pero aquí la vemos como una amiga. Se sienta en los cables, come maíz o arroz que le dejamos. Es compañera del territorio.” Luego vuelve al maíz, porque aquí todo vuelve al maíz: arepas, empanadas, chiquichuchos, envueltos, sopas. “Trabajamos con lo que hay y con lo que sabemos”, dice. No lo llama tradición; lo llama normalidad.

La Memoria Escondida
Ascendemos entonces por el cerro Karambá, también conocido como Batero. En frente, el Picará vigila como si llevara milenios en ese oficio. Entre ambas elevaciones se forma un corredor natural que parece dirigirnos a una roca final, invisible desde abajo, pero cargada de señales que el viento no ha podido borrar. Los límites no son un tema turístico, en un paso está en Caldas, el siguiente en Risaralda. “Aquí comienza Quinchía”, señala Hernando, como quien aclara dónde empieza el patio del vecino.
Al borde del sendero, piedras con marcas asoman apenas bajo la tierra. Petroglifos que no se ofrecen, sino que exigen distancia. No hay placas, no hay nombres, no hay explicación turística. Ciudad del Tiempo se deja ver solo de a pocos, examinando a los visitantes. En el camino cruzamos a un grupo que desciende en silencio después de una ceremonia. Nadie pregunta, nadie explica. “Cada quien conversa con la montaña a su manera”, dice Hernando.
Mientras caminamos, cuenta la historia de quien comenzó la búsqueda sin saberlo. Su abuelo, campesino, recibió una escritura a inicios del siglo XX. Le entregaron tierra para sembrar, pero junto a ella venía una roca con una mano tallada. “A mí me lo dieron así y así se lo entrego”, le dijeron. No sabía qué era, no supo para qué serviría. Guardó la piedra como quien guarda una carta escrita en idioma desconocido.
Llegaron años después preguntas que ni él ni nadie en el pueblo podía responder. Fue un mamo de la Sierra Nevada quien confirmó la sospecha: el territorio no estaba destinado al cultivo, sino a la memoria. Debajo de la tierra había rastros de una ciudad sagrada, caminos ocultos por los Umbra cuando los españoles se marcharon tras el saqueo. “Taparon todo para cuidar lo que aún no estaba listo para mostrarse”, explica Hernando. El abuelo intentó liberar el sitio hasta que la enfermedad lo obligó a detenerse. Pasó medio siglo en silencio, hasta que su descendencia retomó el trabajo sin manual, sin órdenes y sin prisa.
Piedra, Símbolo y Silencio
La roca final, lisa en unas zonas y erosionada en otras, muestra figuras sin explicación oficial: espirales, rostros, líneas que recuerdan trayectorias estelares. Nadie aquí nombra Machu Picchu, los mayas o los muiscas. Ese comparativo no sirve. Lo único que existe es lo que está frente a nosotros: piedra, símbolo y silencio. Hernando no vende espiritualidad ni espectáculo. “Esto toca a algunos. A otros, nada. Cada quien trae su carga”, dice.
Desde lo alto, el Kumanday se alinea con el sol. El Picará permanece envuelto en niebla. Detrás, el trazo del camino por donde los Pirzas resistieron guerras, comunidades cruzaron mercancías, y campesinos huyeron en los años cuarenta. Estar allí produce una extrañeza simple, sentirse en un lugar que existe sin necesidad de ser fotografiado.
En el descenso, la lluvia acompaña. Hernando aclara lo que no se dice pero se aplica: Ciudad del Tiempo no busca visitantes; examina intenciones. “No cualquiera entra —dice—. Uno aprende a conocer quién viene para estar y quién viene para ver nada más.” De regreso a Currucutá, la cocina vuelve a ser punto de encuentro. El almuerzo se comparte como el desayuno, en comunidad.
Recomendaciones para ir al lugar.
- Evitar el uso del celular
- Los caninos deben permanecer con su bosal y arnés o correa.
- Los niños deben estar de la mano con su acompañante.
- Traer paraguas o chompa🧥 para los cambios de clima.
- Guardar silencio durante el recorrido.
- No salir del sendero.
- Es un lugar sagrado, guardar respeto
- En caso de alguna novedad, se prestan los primeros auxilios.
- Ser puntuales con los horarios acordados.
- Traer algo para compartir cómo manzanas o uvas y/o ofrenda para los altares, maíz o arroz
- En caso de movimiento telúrico, mantenga la calma y el guía lo ubicará en un lugar estratégico; se cuenta con dos salidas de emergencia.
- Nuestro compromiso comienza en el centro poblado de Bonafont y allí mismo volveremos a llevarlo.
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