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Así pues, amigos míos si hay tal cosa como el sueño de la bomba atómica

Texto por: Daniel José Díaz Cardona

Fotos por: Andrés C. Valencia

Hacía ya tres días que había iniciado el FITM, y en uno de aquellos encantadores templos de las artes escénicas en Manizales llamado el Galpón de Bellas Artes, llegaba la primera compañía foránea, directamente desde la capital, ViveMikey que lleva a cuestas, y esa noche en la fábrica de historias de las cuestas empinadas, la representación de un legado teatral que algunas personas recuerdan como una tremenda personalidad, pasión histriónica bajo un humo rojo y ensortijado.

En la programación aparecía la obra a las 7:00 pm como El sueño de la bomba atómica, y luego su director Julián Arango le agregaría el apellido «o La teoría de los glaciares». Aunque no comenzó a esa hora, yo diría que Amín estaba en la panadería Nueva York a las 7:07 aunque seguramente él me desmentiría y como con un tic nervioso diría a modo de reproche que fue a las 7:05 o 7:15. A pesar de que había citado a Ignacio a las 7:35, había decidido llegar con algo de tiempo para pensar.

Amín entra apresurado y corriendo al escenario, escapando de una impuntualidad con sus propios tiempos, pero justo antes de entrar al recuadro donde está representada la panadería Nueva York, se detiene de golpe para entrar con delicadeza y primorosidad al espacio central del hecho escénico, algo que se repite invariablemente de quien entre a la panadería, como haciendo una reverencia a una majestad o a un templo, ¿quizá al arte escénico, quizá al Galpón? 

Así pues, amigos míos si hay tal cosa como el sueño de la bomba atómica, es refugiarse en el cándido bálsamo de las amistades para sobrellevar y sobrevivir a lo ridículamente absurdo que puede llegar a ser el mundo en el que vivimos.

La obra es un retrato cambiante de la amistad, con sus ires y venires, con la construcción por medio de recuerdos hablados y presentados sobre que Ignacio, un hombre alto y con una evidente irritabilidad (Jimmy Vásquez), es el mejor amigo de Amín (Daniel Calderón) un hombre más bien pequeño, muy particular y excéntrico, y como lo dice el mismo dramaturgo y director «es una historia de dos amigos que están contra viento y marea intentando sobrevivir al mundo»

Quizá el sueño de la bomba atómica refiere a estar resistiendo como apenas individuos asociados por una amistad a todo un andamiaje, a un sistema, a una estructura preexistente que la mayoría sufre y a la vez soporta, es lo que sucede en esos instantes previos a la debacle como lo dice su director «el mundo para muchos es una cosa jodida, una cosa difícil y donde inevitablemente hay mucho dolor»

Entre diálogos y monólogos donde romper la cuarta pared es un recurso fundamental y recurrente, se entremezcla lo minimalista de la escenografía y la tremenda vida que le dan al espacio este dúo de parceros, de amigos que se reúnen en una cafetería para resistir juntos con el pretexto de verse para llevar a cabo un plan que sólo uno de los dos conocía, como lo reconoce Daniel Calderón «es un homenaje a la sinceridad, porque Amín realmente es capaz de hacer lo que sea para ver a su amigo en una mejor posición».

El sueño de la bomba atómica o la teoría de los glaciares es una obra que toca temas complicados y tensionantes que muchas personas hemos tenido que vivir, la depresión, el suicidio y la importancia de estar rodeados de personas, de amistades que estén en el lugar y en el momento adecuado. Tiene un equilibrio entre la tensión y la comicidad, el reírse de sí mismo reflejado en una relación de amistad. Quizá en ello y en algún sentido, se sintió identificada Manizales, no lo digo únicamente por el público, pues cuando la obra estaba un poco más adelante de la mitad, la ciudad recordó su clima, llovió y tronó, queriendo hacer parte sonora de la obra aportando los rabiosos truenos en momentos exactos y puntuales, una simultaneidad improvisada que salió particularmente bien.

Así pues, amigos míos si hay tal cosa como el sueño de la bomba atómica, es refugiarse en el cándido bálsamo de las amistades para sobrellevar y sobrevivir a lo ridículamente absurdo que puede llegar a ser el mundo en el que vivimos.

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