Texto por: Andrés Felipe Rivera Motato
Fotos por: Andrés C. Valencia y Giovanny L. Gálvez
En lo alto del Ecoparque Los Yarumos, donde la niebla oculta los árboles y la humedad todo lo cubre con su velo denso y acuoso, Manizales se convirtió, por un fin de semana, en una estación interestelar de sonido. El Zero Gravity Fest en su novena edición elevó al público del suelo nuevamente, como lo ha hecho desde que comenzó a soñar con beats de avanzada en esta ciudad, más acostumbrada al café que al techno. Una nave con 22 pilotos al mando recibió cientos de tripulantes que anhelaban el despegue.
Durante dos días los asistentes vivieron más de 12 horas de música sin pausas, sin instrucciones, sin cinturones de seguridad. Solo sintetizadores, bajos profundos y visuales proyectados en la concha acústica —convertida en puente de mando— fueron necesarios para llevar a cientos de personas a un viaje a través del cosmos interno. El festival se sintió como una experiencia de conexión con algo etéreo, un viaje individual pero siempre en compañía.
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La ciudad respondió a la altura. Llovió, claro. En Manizales la lluvia es un invitado fijo. Pero nadie se fue. Nadie se incomodó con la lluvia. Su visita humedeció el suelo, lo mismo hizo el sudor de la multitud danzante que sirvió de ofrenda para la tierra y fruto de esta unión ritual se produjo el barro. En medio de esa comunión sonora, jóvenes y veteranos bailaron como si el movimiento fuera una forma de resistencia. Como si resistir fuera necesario.
Dos Escenarios, Una Misma Pasión
El festival se dividió en dos escenarios. El principal, el Levi Stage, situado en la concha acústica, mostró por qué Zero Gravity ya no es un evento “emergente”: pantallas LED, sonido impecable y bien controlado, diseño cuidado, atmósfera digna de cualquier festival europeo. En la parte baja del ecoparque, el AJC Stage ofreció lo opuesto, pero igual de vital: un espacio íntimo, con la misma producción de alta calidad, ambiente de club, donde el under se vivió sin artificios. Dos dimensiones para una misma pasión.
El cartel fue otro acierto. En sus nueve años, el festival ha sobrevivido, crecido y se ha ganado el respeto del público local y de artistas internacionales que aceptan con gusto bajar de sus circuitos globales para tocar en esta ciudad enclavada en la cordillera. Ni Berlín ni Ámsterdam —y esta vez, ni Medellín y Bogotá— pudieron presumir de reunir en un solo fin de semana nombres como Ellen Allien, Sterac, Takaaki Itoh, Christian Wünsch y Norbak, junto a talentos nacionales de peso como Chaos Frequency, Divergente, Lopar o Santiago Ángel.
El primer día fue una línea de ascenso sostenido. Desde las primeras horas, con sets de Darktrait, Maria José y Bass Moy, hasta el éxtasis absoluto en la noche cuando Chaos Frequency & Divergente compartieron horario con la leyenda berlinesa Ellen Allien. Mientras ella sacaba fuego del mixer y arrastraba al público por túneles sonoros de techno áspero, los locales hacían estallar el otro escenario con una sesión de techno experimental, tan brillante que hasta los DJs invitados no pudieron resistirse: Christian Wünsch bajó a verlos, bailó con ellos y —sobre todo— dio muestra de su gran respeto.

«Hay artistas locales que tienen talla para poner a bailar en cualquier parte del mundo», confesó, aún emocionado por lo vivido. Wünsch no fue diplomático. Habló con claridad: “En Colombia la gente tiene más pasión por la música que en Europa. Aquí se está haciendo todo muy bien”. Incluso criticó el papel desmedido que hoy juegan las redes sociales en la música: “Lo visual está matando la esencia. Lo importante sigue siendo escuchar”.
Ellen, por su parte, convirtió su set en una narrativa de ida y vuelta en el tiempo: “Para mí es un viaje cultural, le muestro al público de dónde vengo y hacia dónde voy. Y también me devuelvo, me incluyo en ese recorrido”. Ella, que lleva el alias Allien porque su música fue descrita como “extraterrestre”, explicó que su experiencia tocando siempre ha sido de otro mundo. “Cuando siento que vuelo, es porque estoy en el lugar correcto”, dijo.
La segunda noche mantuvo la energía. Y mejor que eso, la elevó. No le permitió a ningún tripulante el descenso. Takaaki Itoh regresó a Manizales y demostró por qué sigue siendo un referente de la escena global: precisión, contundencia, alma. Edit Select fue otro de los momentos mágicos. Pero quien selló el destino de esta edición fue Sterac. Su set fue una clase magistral, una curva perfecta entre introspección y delirio colectivo.
Al final, entre risas, abrazos y ropa empapada, quedaba una certeza: el Zero Gravity es una declaración de principios, una forma de decir que en esta ciudad montañosa, donde hace una década nadie creía que la electrónica tuviera espacio, ahora se baila con la cabeza en Marte y los pies en el barro.
Cristian Camilo Restrepo, el organizador —Candy para todos los que lo conocen en la escena— lo resumió sin rodeos: “Nadie creía. Me decían que estaba loco, que en Manizales eso no pegaba. Hoy llevamos nueve años. Yo quiero que el Zero sea un festival de ciudad. Que Manizales se reconozca por esto”.
Y vaya si se reconoce. Porque aunque allá arriba, en el espacio, no hay sonido, ese fin de semana Manizales gritó fuerte desde su propia nave espacial. Y lo escucharon lejos. Muy lejos.
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