Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo
Fotos cortesía FITM Por: Andrés Camilo Valencia Chica
Hay obras que no se limitan a contarse: se padecen, se respiran, se incrustan bajo la piel. El alimento de las moscas, presentada en el marco del 57.º Festival Internacional de Teatro de Manizales, pertenece a esa estirpe de piezas que confrontan al espectador con lo más oscuro de la condición humana. El montaje, creación conjunta de Kabia Teatro y Teatre de l’Enjòlit, dirigido por Borja Ruiz y protagonizado por Arnau Marín, con texto de Eusebio Calonge, es un descenso a los abismos de la mente de un asesino, una exploración teatral que atraviesa la locura, la culpa y la brutalidad institucional con una delicadeza casi mística.
El público no asiste a una narración, sino a una inmersión en la conciencia fracturada de un hombre recluido en un hospital psiquiátrico tras cometer un acto atroz. El escenario, despojado hasta el extremo, se convierte en la proyección física de esa mente quebrada. Una mesa, un cuerpo y una luz bastan para edificar un universo interior donde la palabra se vuelve herida y el silencio, eco de lo irrecuperable. Allí, Marín no interpreta: encarna. Su cuerpo vibra, se retuerce, se quiebra. Su respiración parece marcar el ritmo de una tragedia íntima, donde el horror y la belleza se entrelazan hasta ser indistinguibles.
La dramaturgia de Calonge, heredera de la tradición simbólica de La Zaranda, se sostiene en imágenes que oscilan entre lo poético y lo visceral: “Dejo de sentir… ni siquiera siento que no siento”, dice el personaje, en una línea que condensa la anestesia moral de una época incapaz de distinguir entre la humanidad y su sombra. Esa es la herida que la obra abre: la del olvido, la del castigo que deshumaniza en nombre de la cura, la del hombre reducido a objeto clínico, a cifra dentro de una burocracia de la locura.
La dirección de Ruiz trabaja sobre una “poética del horror”: una precisión casi quirúrgica que no busca ilustrar, sino conmocionar. Cada movimiento, cada destello de luz, cada pausa está pensada como un golpe sensorial que obliga al espectador a mirar hacia dentro. Porque el teatro que proponen no es refugio, sino espejo. En palabras del propio director, se trata de “hacer un teatro que conmocione”, y esa conmoción se logra no a través del exceso, sino del despojamiento: un lenguaje corporal que hace del cuerpo mismo una escritura, una liturgia que recuerda a los lienzos distorsionados de Francis Bacon, donde la carne se convierte en símbolo.
La pieza dialoga también con nuestra propia realidad. “El alimento de las moscas” no solo aborda la mente de un asesino, sino la monstruosidad social que lo rodea: los sistemas de control, las violencias médicas y morales, los límites difusos entre cordura y delirio. En su celda —que también podría ser un escenario, o una conciencia— el personaje se enfrenta a sí mismo como si el teatro fuera la única forma de redención posible. En esa paradoja, el arte surge como un espacio de belleza dentro del horror, una brizna de luz en lo insondable.
El resultado es un montaje que trasciende la palabra “obra” para convertirse en una experiencia estética y emocional total, donde el público es cómplice del encierro. A la salida, algo permanece: una incomodidad, un temblor, una sensación de haber mirado demasiado dentro del abismo. Quizás ese sea el alimento del que hablan las moscas: la conciencia humana, esa materia frágil que se pudre, que respira, que sueña aún entre los restos de su propia culpa.
En un festival donde el teatro fue memoria, cuerpo y resistencia, El alimento de las moscas se erigió como una de las propuestas más impactantes y necesarias. Un recordatorio de que el arte —como la locura— solo tiene sentido cuando nos arrastra a los confines de lo humano.
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