“Hay que matar a Treplev” traicionar a Chéjov para volverlo eterno (9)

“Hay que matar a Treplev”: traicionar a Chéjov para volverlo eterno

Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo

Fotos cortesía FITM Por: Andrés Camilo Valencia Chica

En el escenario del 57.º Festival Internacional de Teatro de Manizales, una obra colombiana logró despertar viejas pasiones y nuevos debates en torno a los clásicos. Hay que matar a Treplev, escrita y dirigida por Juan David Mesa (Juan Bilis), se presentó como una variación “completa, profana y traidora” de La Gaviota de Antón Chéjov. Pero esa “traición”, lejos de ser un gesto de ruptura, fue un homenaje lúcido: una forma de revivir al dramaturgo ruso en el cuerpo, la voz y las contradicciones del presente.

La pieza conserva el núcleo trágico del texto chejoviano: un joven dramaturgo —Konstantín Treplev— que busca el reconocimiento de su madre, la famosa actriz Irina Arkadina, mientras lucha con el peso de la herencia artística, el amor no correspondido y la imposibilidad de crear algo verdaderamente nuevo. Pero en manos de Mesa, todo se despoja de solemnidad. El resultado es una adaptación feroz y lúcida que dialoga con el desencanto contemporáneo: una puesta en escena que no reverencia al clásico, sino que lo enfrenta, lo desmenuza y lo pone a sangrar otra vez.

El texto de Chéjov, escrito en 1895, siempre ha orbitado alrededor del fracaso: el del arte, el del amor, el de la vida misma. En su Gaviota, los personajes se aman en direcciones opuestas; nadie es correspondido y todos viven atrapados en una rueda de deseos imposibles. Mesa retoma ese eje, pero lo contamina con un lenguaje que vibra en el ahora: el sarcasmo, la ironía, la violencia emocional y una teatralidad que rompe el tiempo y el espacio. El teatro dentro del teatro —metáfora esencial en Chéjov— aquí se convierte en una disección del ego, la maternidad, la creación y la herida del artista frente al reconocimiento.

El título mismo, Hay que matar a Treplev, ya es una declaración. No se trata solo de la muerte física del personaje, sino de la necesidad de asesinar una forma de hacer teatro, de romper con el peso del padre —Chéjov, el canon, la tradición— para abrir una grieta hacia lo nuevo. En esta versión, matar a Treplev es matar la ingenuidad, la búsqueda del aplauso, el romanticismo de la tragedia, para enfrentarse a una generación que ha heredado el fracaso como herencia natural.

Visualmente, la puesta en escena apuesta por una estética sobria pero elocuente: el cuerpo de los actores, la luz que hiere y la palabra que se convierte en cuchillo. El elenco, encabezado por Diana Ángel, Karen Sauer, Juan Manuel Combariza y Fabián Alméciga, logra sostener el tono ambivalente entre el drama y el humor ácido, un equilibrio difícil que hace de esta obra una experiencia accesible y vibrante incluso para quienes nunca han leído a Chéjov.

Durante su presentación en Manizales, el público reaccionó con una mezcla de risa, incomodidad y emoción, un síntoma claro de que el montaje cumplió su cometido: conmover sin solemnizar, modernizar sin traicionar. Porque en esta variación el amor sigue siendo un campo de batalla, el arte sigue siendo un acto de fe, y el fracaso —ese viejo tema chejoviano— sigue siendo el espejo más honesto del alma humana.

Mesa, que ya había mostrado su audacia en obras como Edipo o el Crimen y El Gran Jefe, confirma con Hay que matar a Treplev que el teatro colombiano contemporáneo puede dialogar con los clásicos sin miedo, con inteligencia y con una ironía que refresca. En esta pieza, la tragedia no se representa: se habita. Y al final, mientras cae el telón, uno entiende que matar a Treplev no es un acto de violencia, sino de liberación.

Una liberación que, por una noche, en Manizales, nos recordó que el teatro —como la vida— sigue siendo el espacio donde los fantasmas encuentran cuerpo, donde el arte se reinventa y donde los muertos, los de ayer y los de hoy, siguen hablando con nosotros desde el escenario.

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