Texto por: Tatiana Guerrero
Fotografías: Juan Carlos Hómez y Tatiana Guerrero
Había llegado a Manolo Bellón en 2020, en pleno auge de la pandemia. Lo poco que sabía de este gran referente, al que algunos llaman la «biblia de la música», fue gracias a un ferviente admirador de sus lives de instagram, quien me compartía con entusiasmo epítomes de lo que solía ver y escuchar.
Había llegado a la gran maestra Teresa Gómez, hace unos meses, a través del artículo que publicó BBC News, titulado: “Teresita Gómez, la niña negra que fue adoptada por los porteros del Palacio de Bellas Artes de Medellín y se convirtió en la mejor pianista de Colombia”. Al terminar de leerlo, quedé patidifusa, y me fui de espaldas, como un personaje de Condorito en la viñeta final. La biografía de la considerada “leyenda viva de la música” me había conmovido profundamente.
Hace unas semanas llegué a ellos por segunda ocasión. Esta vez convocada por la décima Feria del Libro de Pereira, donde ambas leyendas se presentaron en un conversatorio que dio apertura a la fiesta literaria de la capital risaraldense.
Pero esta llegada no fue la triunfal o la que cualquiera espera en una historia. Esta tiene sus dramas y sus periplos, que se pueden resumir en un retraso por un tráfico denso, que impidió mi llegada puntual al evento, y que para agregarle más desventura a la situación, el personal de logística me negó la entrada con el pobre y débil argumento: “Hay aforo total”.
Resignada, acepté mi pequeña derrota y decidí recorrer el pabellón de libros. Fue entonces cuando encontré La obra negra de Gonzalo Arango. Me pregunté qué pensarían los nadaístas de mi actitud tan dócil y poco incendiaria en la Feria. Probablemente no estarían muy orgullosos de mí.
En ese breve recorrido, circulaba por mis entrañas una savia dotada de odio, de rabia, de inconformidad y de duelo por no poder escuchar a estos grandes referentes de la música. Manolo, un narrador de la historia de la ídem a través de su voz y aguda pluma, y Teresita desde el poderoso talento que gravita en sus manos y que brota en el piano.
Regresé al pabellón donde todo había comenzado, y como si fuera un pequeño premio de consolación, ahí estaban esas dos grandes figuras. Inicialmente, mi reflector se posó sobre Manolo. Con algo de pericia, logré notar que junto a él se encontraba Teresita, parcialmente oculta por el tráfico de personas que esperaban una dedicatoria en su biografía Teresita Gómez: Música, toda una vida, escrita por Beatriz Helena Robledo.
La fila, que terminó bifurcándose, se componía también de los entusiastas seguidores de Bellón, quienes aguardaban con expectativa para obtener un autógrafo en alguno de sus libros: The Beatles: La historia, Surcos del pop, El ABC del rock: todo lo que hay que saber, o su más reciente obra, Conspiraciones, leyendas y mitos en la historia de la música, el cual presentó en la Feria.
No me importó hacer la fila, a pesar de no tener un ejemplar para firmar. Las esperanzas de conocerlos ya no eran yermas, se nutrían cada vez que se desdibujaban las distancias entre los tres. En medio de esa evaporación de fanáticos, el cuadro se completó con la aparición de dos hermanos con profesiones contrastantes, pero unidos por el amor hacia la cultura, la música y las letras, motivo por el cual estaban presentes esa noche.
Uno, abogado de humor picaresco; el otro, un ingeniero mecánico con una seriedad fingida, que desacreditaba las bromas de su hermano a través de la expresión de vergüenza aparente. “Siempre me hace pasar penas”, murmuró, mientras una sonrisa apenas perceptible traicionaba su intento de reproche.
El abogado fue por una dosis de vino, que estaban ofreciendo en la inauguración, y regresó con una copa llena y un chiste: “Como le parece que cambié una copa vacía por una rellena”. Las carcajadas irrumpieron la solemnidad de la fila. El humorista no consagrado, repetía con ahínco una frase de Teresita que dio apertura al conversatorio: “Estamos hechos de música”, idea con la cual comulgó Bellón a su modo: “La música es vida. Yo no concibo vida sin música”.
En este ambiente casi íntimo, otro personaje completó el puzle de esa noche: Un miembro de la Academia de Historia de Pereira, quien, con cierta modestia, negaba ser historiador a pesar de que el peso de su título lo desmentía. Pero como buen contador de historias, traía bajo la manga una revelación: Hace 40 años, había organizado una fiesta en un bar de Pereira, y la pianista Teresita fue la encargada de animar la velada con su música.
Desde aquella noche, se selló un «noviazgo» simbólico entre ambos. Esto impulsó que en la Feria Teresita le dedicara unas palabras que leyó en voz alta: “Para mi novio eterno…” lo que dio pie al comentario agudo del abogado: “La historia sería otra si le hubieses dicho eso hace 40 años”. Todos estallamos en risas.
«Sí soy negra«
Acto seguido, Teresita sufrió un nuevo embate contra su identidad y color de piel. Esta vez por parte de una mujer blanca, visiblemente ebria. La señora se le acercó tambaleante, observándola con desdén, y soltó una frase cargada de ignorancia: “Oiga, pero usted no es negra. Yo tengo una negra trabajando en mi casa y no se parece a usted”.
Gómez, con la serenidad que solo da una vida enfrentando ese tipo de comentarios, le respondió con una suave pero firme voz: “Sí, soy negra. Mi madre también lo era y trabajó toda su vida…” El incómodo silencio que siguió, fue nuevamente interrumpido por el abogado que, a modo de defensa de la pianista, se dirigió a la agresora: “No se preocupe, señora, que a usted lo que le hace falta es un buen embetunado”.
Cabe mencionar que Teresa, desde muy pequeña, había enfrentado el racismo y clasismo que dominaban en la sociedad del siglo XX. Sin embargo, gracias a su extraordinario talento con el piano logró sobreponerse a los prejuicios que la rodeaban, y se convirtió en figura aclamada por el mundo, no solo por su virtuosismo, sino también por la batalla incansable que libró al ser una mujer negra en una atmósfera tan conservadora y retrógrada.
Esa noche, todos parecíamos embriagados, ya fuera por el vino o por la intensidad del momento que vivíamos. Solo faltaba un toque de justicia poética, que pronto llegó gracias al abogado, quien recitó un fragmento oportuno del poema «Embriagaos», escrito por el poeta maldito Charles Baudelaire: “Embriagaos sin cesar. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca. Pero embriagaos”.
Las palabras llegaron a los oídos de Teresita, quien, con una mirada de complicidad y felicidad, pidió que lo repitieran. Su expresión lo decía todo: ella también había elegido embriagarse, pero de música y dignidad.
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