Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo
Fotografías Por: Giovanny Gálvez
El corazón de Manizales -ahondado en sus arterias sobre la carrera 23 y entre las calles 23 y 24- late con pulso propio. No es solo el rumor de los pasos, ni el eco de las montañas que la rodean, es la voz viva de una ciudad que ha aprendido a hacer del arte su lenguaje común. Allí, en el Centro Histórico, donde la arquitectura murmura historias de antaño y las fachadas conservan los vestigios de la colonia, el arte callejero florece como una prolongación natural de la memoria colectiva.
Cada año, el Encuentro de Arte en la Calle – Laboratorio de Mediación Ciudadana transforma las avenidas en escenarios, las plazas en teatros, los andenes y el asfalto en lienzos, como fue la ocasión de esta IV edición del encuentro. La directora de este encuentro, Luisa Fernanda López, lo define con claridad: “La calle es nuestro escenario común”. En ella, todos coincidimos, todos compartimos. Y es precisamente allí donde el arte redefine su función: deja de ser un acto reservado a los muros de los teatros y museos, para convertirse en un acto ciudadano, una herramienta de construcción social, una pedagogía a cielo abierto.
Las presentaciones que toman forma en el corazón de la ciudad no solo entretienen: interpelan. Desde los performances que evocan el dolor de las madres en la guerra —desde ¿Y tú que entierras?, del colectivo La Quinta Esencia— hasta las melodías que se elevan con el aire de bullerengue y lamento, cada gesto, cada nota, cada silencio se convierten en una forma de resistencia poética. El arte callejero no busca espectadores pasivos: rompe la cuarta pared, invita al transeúnte a participar, a sentir, a reconocerse.
“Es maravilloso encontrarse con miradas que uno no espera”, dice Sol Giraldo, una de sus protagonistas. “El público se convierte en parte de la obra, se conmueve, reflexiona, siente lo que está pasando”. Y en ese intercambio —entre quien crea y quien observa, entre quien pasa y quien se queda— surge algo profundamente manizaleño: la comunión.
Sol Giraldo, a través la encarnación de una madre que sufre y que nos duele, capta de inmediato la atención del público con sus expresiones y la entonación altiva de su voz; parece culparnos por algo, nos recrimina, nos involucra. Mira a cada uno de los presentes, y cuando su personaje está a punto de dar a luz, solicita a alguien del público ayudarle con su parto, una escena bastante cruda, pero que no deja indiferente a quienes la observan admirados. Al principio nadie le ayuda. Ella ruega, suplica que tomen un extremo de la tela que sale por debajo de sus faldones y le ayuden a sacar rápidamente a su hijo. La escena es cruda, sí, como la realidad misma, y su performance no se guarda nada. Somos todos hijos de ella y, a su vez, heredamos el mundo que nos verá morir un día y la tierra en la que seremos sepultados.
En Manizales el arte se desliza por las cuestas empinadas, se filtra entre los cafés, se posa sobre las aceras donde conviven estudiantes, músicos, vendedores y soñadores. La ciudad universitaria, que cada año recibe jóvenes de todos los rincones del país, se vuelve un punto de convergencia entre el arte y la vida cotidiana. Las palabras de Ara Estefanía Ceballos, estudiante de artes plásticas, lo resumen bien: “Manizales necesita lugares donde las personas que llegan de diferentes partes del país puedan mostrar lo que hacen”.
El arte callejero, entonces, no es solo una expresión estética: es una afirmación ética. “El acceso a la cultura es un derecho”, recuerdan los artistas, y su presencia en el espacio público es también un acto de exigencia. No se trata solo de adornar la ciudad, sino de reclamarla, de devolverle a sus habitantes el derecho de mirar, de emocionarse, de participar sin que el dinero sea un filtro entre ellos y la belleza.
Daniel Castro Marín lo expresa con la serenidad de quien conoce bien el alma del lugar: “Manizales es una ciudad patrimonial desde su arquitectura, su música, sus tradiciones. El arte también ha ganado un lugar, no solo desde lo teatral, sino desde todos los ámbitos”. Y es cierto: en cada esquina del centro histórico se respira esa mezcla entre pasado y presente, entre piedra y movimiento. No hay mejor homenaje al legado de la ciudad que habitarlo con arte, respetarlo y, al mismo tiempo, transformarlo.
Quizás esa sea la verdadera esencia de esta tradición manizaleña: hacer de la calle una extensión del alma, un espacio donde convergen las historias individuales y los sueños colectivos.
Allí, donde un grupo de artistas entierra simbólicamente los dolores de un país, a través de un performance que maneja, al mismo tiempo, la voz de Tulasi, cantautora, quien canta bullerengue bajo la neblina, y teje la identidad de un pueblo que resiste a través de la sensibilidad. Su interpretación acompañada de su Tambor Alegre fue simbólica, evocando cánticos primitivos que devolvían a quienes la escuchábamos a una época en donde el dolor y sacrificios de la mujer fueron el fruto de la formación de las aldeas, los pueblos y las ciudades que hoy se habitan, las mismas que hoy pisamos.
El arte callejero de Manizales no es una simple manifestación cultural: es una manera de existir, de reconocerse, de volver a encontrarse con los otros. Entre los adoquines del centro histórico, entre el bullicio y la bruma, la ciudad sigue escribiendo su historia con el pulso de quienes la habitan y la sueñan.
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