Escrito Por: Sebastián Flórez Agudelo
Fotografías por: Giovanny Gálvez
Existen unos versos pertenecientes a un viejo poema Hindú que rezan: «Así es mi país: colorido, vibrante, vivo». Así es Manizales, ciudad de laderas y neblinas, en donde, cualquier cosa es posible. Late con un pulso propio cuando llega el teatro. El espíritu manizaleño vive expectante por el Festival Internacional de Teatro. Es un amor antiguo, innato y visceral, que se mezcla con el sonido de tambores, trompetas, redobles y danzas, con la memoria de tantos escenarios que han encontrado aquí su público más fiel.
En ese escenario, Sueños Encantados del Grupo de Teatro Chiminigagua no es solo un montaje: es una irrupción de fantasía en plena montaña. Estrenada en 1999, aquí hay una tradición que se vuelve institución: la acrobacia, la danza y la música se convierten en entidades cívicas del alma, con derecho heredado en la memoria colectiva.
El nombre del grupo no es casual. En la mitología muisca —raíz antigua de la cultura chibcha— Chiminigagua es el ser supremo, omnipotente y creador del mundo. Algo de ese aliento creador parece sobrevivir en la puesta en escena de Sueños Encantados: luz, movimiento y riesgo expandiéndose por el aire como un mito vuelto carne y vértigo.
Sobre el escenario, los actores y actrices conjugan riesgo y poesía. Zancos en patines, pirámides imposibles, saltos que desafían la lógica corporal: todo se vuelve un viaje por los caminos de lo irreal. La música en vivo —compuesta especialmente para el montaje— acompaña con ritmo y fuerza la adrenalina del público, como los tambores de un carnaval que se baila porque sí, porque está en la sangre. Vestuarios y maquillajes, coloridos como banderas en fiesta, completan un universo donde el teatro deja de ser representación para transformarse en ritual.
Así, en el 57.º Festival de Teatro de Manizales, Sueños Encantados no es únicamente un espectáculo: es una declaración de amor al riesgo, a la cultura y a ese espíritu manizaleño que vive el teatro con la misma intensidad con que otros pueblos viven sus carnavales. Aquí, entre montañas, el teatro es nuestra danza madre: la que nos reúne, nos hereda y nos recuerda que, incluso en los límites del vértigo, todavía es posible soñar.
También le puede interesar: