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Habüb, Polvareda en Medio de la Arena

Texto por: Rafael Santander Arias

Fotos por: Andres C. Valencia

La obra inaugural del 56° Festival Internacional de Teatro de Manizales deja una impresión de belleza e inefabilidad que pueden venir en detrimento de su interpretación. El concepto vigoroso queda oculto entre un despliegue técnico y un desarrollo argumental herméticos para el espectador común.

Me contó alguna vez un antropólogo que los indígenas Kogui, cuando hay un problema entre dos hombres de su comunidad, tienen la tradición de reunirlos en un grupo más grande, arman un círculo y se sientan a conversar. Al final de esa conversación, dicen, queda tejida una cesta.

El símbolo es poderoso precisamente por su complejidad. No tendría sentido intentar entender esta idea de la cesta de manera unívoca: ¿reconciliación? ¿Signo del conflicto? ¿Signo de que la comunidad es más grande que los problemas de estos dos individuos? Todas estas lecturas son posibles desde nuestra perspectiva y esta cesta, como su representante, tiene más poder que esos enunciados separados.

A través de algunos trabajos que he realizado, vislumbro con timidez esa importancia del tejido para diferentes culturas indígenas del país. Además de la utilidad de los objetos y de su significado cultural, el concepto de tejido y la acción de tejer tienen connotaciones profundamente diferentes que se escapan a mi conocimiento. Este desconocimiento mío me revela toda la dimensión de realidad que todavía no tengo en la cabeza y me hacen entender mis limitaciones como individuo humano.

Estas palabras pretenden ser una cesta.

Esta reflexión aparentemente desligada de la obra Habüb, escrituras de arena y agua, presentada en el Teatro Fundadores como obra inaugural del 56° Festival Internacional de Teatro de Manizales, reúne todo lo que creo necesario para poder interpretarla. Solo quedaría agregar que texto según su raíz latina significa tejido, de manera que escribir es otra forma de tejer, urdir una idea a través de una trama —los hilos paralelos del telar—, que en este caso está compuesto por palabras.

Un Haboob, según la directora Carmen Gil Vrolijk, es un río de arena que se eleva desde el desierto del Sahara, atraviesa el océano Atlántico, entra por la Guajira y baja por la cordillera central hasta el Amazonas, donde llega a fertilizar la tierra; es un hilo de arena que conecta a África y América, el Sahara y el Amazonas. Esta idea se ve literalmente en ese hilo de arena que cae sobre el montículo en el centro del escenario con el que la obra empieza y acaba.

Una trama de hilos blancos sirve de pantalla de proyección y sobre esta vemos texturas, es decir, tejidos o como lo menciona el título escrituras. La trama de hilos agua al entretejerse con la arena producen ese gran tejido de la selva.

El concepto funciona hasta acá. Resulta coherente, aunque muchas de estas ideas parecen venir más de un estudio de nuestras tradiciones latinas e indígenas que de reflexiones originales. En todo caso la metáfora es de considerable interés y belleza y más importante aún, era suficiente para hacer Habüb. Mis peros vienen a cuestionar esta ambición, una sobrecarga en la puesta en escena y en el contenido que distraen de la belleza inicial de la premisa.

Habüb me hizo pensar inmediatamente en Fitzcarrraldo, la película de Herzog que cuenta cómo un empresario irlandés construye un teatro para ópera en medio del Amazonas. La ópera, como expresión del alma moderna, no tiene ningún lugar en la selva. El deseo de Brian Sweeney Fitzgerald de «civilizar» la Amazonía llevando «cultura» es típico de la mentalidad moderna. Es el sueño de la razón en acción, el deseo de poder abarcar la comprensión total del mundo y sentirse, de este modo, con derecho a dominarlo, lo que choca directamente con la «voluntad» indomable de la selva y su inconmensurabilidad. Aquí es donde se me empieza a caer la obra.

Se vende la obra hablando de toda la complejidad de elementos, del despliegue técnico y de las buenas intenciones del equipo creativo, pero la innovadora propuesta que se ve en escena es ópera y una que peca de dificultad en la lectura de su argumento, a pesar de que está tomado de una novela tan de moda este año.

Escuché a la salida varias veces el comentario «Muy lindo, pero no entendí nada». La música es hermosa, algunas imágenes de la proyección también, así como el diseño sonoro de la selva. Son un deleite sensorial, sí, pero como toda golosina, no aportan mucho. El cuidado que se le pone a cada detalle técnico se difumina entre ese afán de espectacularidad, que nos aleja del punto de partida, del concepto del hilo de arena que une la Amazonía con el Sahara. Esta historia del viajero consumido por la selva se siente como un mal paréntesis después del cual retomamos el hilo y acabamos.  pero con tal bombardeo de elementos me sentí como intentando reflexionar en medio de un carnaval.

Solo se me ocurre que La vorágine sea un apéndice del proyecto inicial, se siente como un parche adherido que aprovechó la conmemoración de los 100 años de publicación de la novela. Dos obras aquí entran en conflicto: el show y el rito, la narrativa que muestra un avatar cantante de Arturo Cova enfrentarse a una mujer que encarna la naturaleza en denuncia contra los caucheros y la experimentación con los sonidos naturales y proyecciones contra entramados de hilos que nos hacen sentir parte de un mundo más conectado e íntimamente tejido de lo que sospechamos.

Los últimos minutos nos dejan con un canto uitoto para que la cosecha sea fértil, acompañado por una proyección de imágenes generadas por computador de algo que no sabemos qué es, como si se resaltara esta imposibilidad de conocerlo todo lo que menciono al inicio: el secreto, lo inefable —representado en la lengua y cultura indígena que permanece oculta para nosotros y en la infinita complejidad de la selva. Este es el cierre, después del largo paréntesis operático que nos deja contemplar nuevamente el hilo de arena y el montículo, y que ojalá nos hubiera permitido también el silencio.

Las formas tienen sus épocas y estas su filosofía. En la actualidad, la forma busca, como el símbolo de la canasta, cargar múltiples sentidos y lecturas. Este momento histórico no admite que haya univocidad de lecturas porque ahora reconocemos que coexistimos con múltiples culturas y cosmovisiones que interpretan de forma diversa el mundo.

En las artes también se busca esta multiplicidad de sentidos, cosa que irónicamente se logra más fácil con la austeridad de elementos, cuando se desnuda la imagen y se revela el arquetipo. La sobrecarga y sobreestimulación no se la llevan bien con la lectura, tampoco expanden nuestra mente o nuestra sensibilidad, solo las cierran como se cierran las pupilas ante una luz muy intensa o los oídos ante un ruido estridente, dificultado así la posibilidad de  interpretar y mucho menos de contemplar. 

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