Texto por: Rafael Santander Arias
Fotos por: Andres C. Valencia
El montaje de la Compañía Criolla presentado este 4 de septiembre en el marco del 56° Festival Internacional de Teatro de Manizales es una carta de amor al teatro escrita por un amante curtido, con plena conciencia de los defectos de su objeto de amor, con su pasión adolescente ya superada y despojada de los filtros del romanticismo.
Yo también he tenido que ver esas interpretaciones soporíferas de Shakespeare de las que tanto se queja Beto, el protagonista, que su compañía de teatro monta. Un teatro centrado en el argumento, en la anécdota, que considera los clásicos como textos perfectos e intocables y que por esto mismo no se involucra, no se deja impregnar ni se ensucia de este. Al no querer contaminarse con la obra, se la trabaja como un albañil refinado y como producto queda una muy bella superficie.
Esto no aplica exclusivamente para el teatro, cualquier labor que implique lectura e interpretación solicita involucramiento y destrucción, que nuestras manos despedacen las obras y con la sangre aún fresca la reconstruyan dejando ahí un pedazo de nosotros sea en el escenario, en la pantalla, en el lienzo o en la cabeza.
El brote es un gran ejemplo de esto. La sangre corre por el argumento, construido sobre los vestigios de la despanzurrada Tempestad de Shakespeare, aunque por fuera el fino trabajo de ebanistería nos muestran también una superficie hermosa.
El trabajo de su único intérprete, Roberto Peloni, es magistral por lo que logra, pero también por la simple habilidad técnica que despliega durante la hora y cuarto de obra en la que encarna a Beto, quien dentro de la obra interpreta personajes que interpretan a Shakespeare en un juego de matrioskas. Peloni fluye a través de los personajes y también a través de un texto largo y complejo, cargado de referencias a la dramaturgia clásica y la teoría teatral, fluye su dicción y en su ritmo, en las retahílas académicas que alterna con sus quejidos sobre el paupérrimo estado del arte y la cultura contemporáneos que suelta veloz y sin pausa, seguidas por esas revelaciones de su espíritu, por esas angustias silenciosas y sosegadas que ponen trabas al discurrir fluido de la natural indignación del protagonista: un alarde de experticia que deja con la boca abierta a los espectadores y que en el pasillo de salida fue un tema de conversación de muchos asistentes.
No solo el actor impresiona, el montaje entero se siente impecable y el aplauso lo merece todo el equipo. Pero de impresiones, superficies y charlas de pasillo no trata este comentario. Desde adentro, El brote es un juego de cajas chinas, como menciono ya arriba: el personaje interpreta a un personaje interpretando a un personaje, un cuestionamiento de los límites entre ficción y realidad, un juego metaficcional que obra logró capturarme a pesar de que no soy el más cercano a este tipo de narraciones.
Creo que se debe a que, aunque no me dedico al teatro, me he sentido como Beto: frustrado entre la mediocridad de muchos artistas, de las mafias de la cultura y de la superficialidad de los espectadores —estos son todos también temas de la obra—, pero la joya de la corona, lo que me terminó de atrapar, fue esa actitud desmitificadora y antirromántica que desentroniza la figura del artista, pone en evidencia su mundanidad, su bajeza y, para colmo de males, lo pone en el mismo lugar de un criminal común.
Más allá del mito del genio creador, del demiurgo sensible capaz de destruir mundos, del rey del espectáculo que de pie en el púlpito comparte con el mundo, por la bondad de su corazón, la verdad revelada, transmitida por hombres asimismo legendarios cuyos apellidos, marcas comerciales registradas, en un afiche o portada se interpretan de inmediato como sello de calidad; mucho más allá de todo este «teatro», encontramos la verdadera mística que no reside en la capacidad de construir castillos en el aire, de transportar a mundos mágicos o de deleitarnos con bellas palabras
Cuenta Beto hacia el final de la obra una anécdota de cuando era niño, asiste por primera vez a un montaje y lo invitan a conocer a la actriz que le revela que lo especial del teatro es que no consiste en lo que ella hace o lo que él se imagina, sino en la conexión que se logra entre los dos. El mundo del teatro no necesita de genios encerrados en torres de marfil ni de islas encantadas, necesita de personas empáticas capaces de conectarse con la obra y el autor que leen para luego diseñar una experiencia que funcione como puente. Empáticos también deben ser los espectadores para conectarse con la emoción de los personajes y no solo entretenerse con sus anécdotas. Así también necesitamos a los demás artistas y a las demás personas del mundo.
Los actores de método como Beto pueden encontrarse con el problema de interiorizar a un personaje al punto de que este lo habite, dos almas que se pelean por un cuerpo pueden explicar su brote psicótico que da nombre a la obra.
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