Texto por: Tatiana Guerrero
Fotografías: Tatiana Guerrero
El Día de Muertos en México es una celebración que por años ha captado la atención mundial. Al final de octubre y comienzos de noviembre el país es cobijado por una atmósfera única, distinta a cualquier otra época del año.
Esta tradición se vive de maneras diversas según la región. En las grandes ciudades y capitales, es común ver aluviones de personas que se apiñan para participar en los desfiles de personajes míticos, como la catrina, la llorona, las adelitas y calacas, donde la curiosidad de los extranjeros encuentra su momento culmen. El bullicio se intensifica en mercados y sitios turísticos, y las imágenes de estos eventos inundan los medios, videos y redes sociales, proyectando el lado más comercial de esta celebración.
Pero en este relato, queremos llevar la mirada a la Sierra de Zongolica, en el estado de Veracruz, un pueblo remoto, que no tiene el rótulo de “Pueblo Mágico*”, donde no se erigen arquitecturas atractivas, no se siente el influjo del turismo, la infraestructura vial es anémica, los servicios básicos son limitados, las viviendas tienen la fragilidad del papel y está permeado por una institución gubernamental indiferente.
Pese a ello, en estos rincones olvidados, la tradición sigue viva. Los habitantes continúan nutriendo su cultura e identidad, honrando a sus ancestros a través de rituales prehispánicos, como el Día de Muertos, que se remonta a más de cinco siglos.
Esta celebración inicia el 28 de octubre, pero los pobladores, en su mayoría de raíces indígenas náhuatl, comienzan a prepararse una semana antes. Viajan al mercado central del pueblo y adquieren todo lo necesario para decorar los altares, donde se ubican aquellos alimentos y objetos que sus seres queridos fallecidos disfrutaban en vida.
El mercadillo se tapiza con las emblemáticas flores de cempasúchil (flor de veinte pétalos en náhuatl) o las de terciopelo, cultivadas en algunas fincas para ser vendidas o usadas en los propios altares de los productores.
Durante estos días, el frío parece cercenar las partes del cuerpo, y si es menos intenso, por lo menos lo anestesia. Aun así, esto no impide que las personas perciban el espíritu febril de esta temporada.
En medio de la festividad, el pueblo suspende su ritmo laboral, y es barrido por un silencio supremo, casi sagrado, que solo la lluvia intenta quebrar.
Conforme avanzan los días, los altares cobran vida: algunos son sencillos y discretos, otros desbordan detalles. En ciertas casas, se improvisan panaderías para que los habitantes de las comunidades lejanas no tengan que recorrer kilómetros en busca de su pan de muerto o de las hojaldras.
Generalmente, las viviendas guardan amplias distancias, lo que propicia que la celebración sea más familiar, personal e íntima. En los días más significativos (del 31 de octubre al 2 de noviembre), el pueblo se torna desierto, la emisora transmite cada dos horas lo que parece ser el himno de esta festividad: La llorona que cuenta con múltiples versiones. Algunas familias se visitan entre sí, y las conversaciones gravitan en torno a historias de apariciones, espectros y misteriosos encuentros que añaden un matiz de terror a la temporada.
Las costumbres, los paisajes, los rituales y los habitantes de la Sierra irradian un aura mágica, tan intensa que este pueblo bien podría portar el título de «Mágico,» como los otros 177 destinos que sí figuran en la guía nacional.
Pueblos Mágicos: Según explica la Secretaría de Turismo del Gobierno de México, los Pueblos Mágicos forman parte de un programa gubernamental lanzado en el año 2001 para desarrollar el turismo en las distintas regiones del país.
Se trata de localidades que “a través del tiempo y ante la modernidad, han conservado, valorado y defendido su herencia histórica, cultural y natural; y la manifiestan en diversas expresiones a través de su patrimonio tangible e intangible”.