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El pálpito de una ciudad que bombeó su furia en el estallido social

Texto por: Andrés F. Rivera Motato

Fotos por: Andrés C. Valencia Chica

Este artículo es una memoria en homenaje a las marchas que iniciaron el 28 de abril de 2021. Cuatro años después del estallido social que sacudió a Colombia, aún no ha existido un acto de perdón ni una reparación real por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad)— hacia las víctimas, los jóvenes heridos, judicializados y silenciados a la fuerza. En Manizales, como en tantas otras ciudades, la violencia institucional dejó huellas profundas. Esta crónica busca mantener viva la memoria de quienes alzaron la voz, enfrentaron la represión y soñaron con un país más justo.

El 28 de abril de 2021 y por el resto de un mes, el corazón de Colombia bombeó con la fuerza y sangre en las arterias del país. En Manizales, ese pulso fue el grito de su gente, el eco de una ciudad universitaria que, entre el blanco de su cielo y el gris de sus calles, también estalló de colores. Fue una rebelión emocional, colectiva, con rostro joven y memoria vieja. Las calles de la Avenida Santander, El Cable, Arcolinda, la Asunción, San Marcel, Maltería, Los Cámbulos, El centro: todos fueron puntos cardinales del descontento. Y también escenarios donde el Estado mostró sus dientes.

En una ciudad moldeada por sus universidades, donde la vida se mueve al ritmo de los calendarios académicos, fue el rostro joven quien puso el cuerpo al frente. No había clases presenciales, pero las calles fueron el mejor salón de política viva. Con escudos de pupitres, cascos de bicicletas y los rostros tapados con pañoletas, muchos de ellos enfrentaron el Esmad como quien se defiende del olvido. Porque el olvido, ese enemigo silencioso, también mata.

El Esmad no dialoga. Dispara. Lanza gases. Persigue. Esa fue la constante en el país, como en Manizales. Pero aquí, la represión también tuvo su tono local: estudiantes perseguidos por caballos en las lomas, retenidos en calles sin salida, o golpeados en las sombras de los barrios. Las noches se llenaron de sirenas, los días de rabia. Cada piedra lanzada era una pregunta sin respuesta. ¿Por qué el Estado le teme tanto a escuchar su juventud?

El detonante fue una reforma tributaria injusta, pero la pólvora venía acumulada. En Manizales, donde se respira educación, muchos sabían que no era solo una ley. Era el reflejo de un modelo económico que llevaba décadas ensanchando las brechas. En las aulas se hablaba de neoliberalismo, en las calles se resistía a sus consecuencias. La calle fue un aula popular. Y la protesta, una cátedra de dignidad.

Algunos medios locales intentaron reducirlo todo al caos, al vandalismo, al miedo. Pero hubo más: ollas comunitarias en las avenidas, conciertos en medio del humo, bibliotecas ambulantes, arte como resistencia. La protesta en Manizales tuvo forma de mural, de tambora, de palabra libre, música, cantos, banderas. También de duelo. Porque sí, aquí también hubo heridos. También hubo miedo. También hubo madres esperando llamadas que no llegaban al amanecer.

Las universidades, aunque a veces temerosas, también fueron escenarios. Desde allí salieron comunicados, brigadas médicas, y uno que otro rector en defensa de sus estudiantes. La ciudad universitaria no fue un título decorativo: fue una realidad completamente. Profesores marchando junto a sus alumnos. Líderes sociales respaldando a quienes apenas aprendían a alzar la voz.

Pero el estallido no fue solo juvenil. Entre los barrios, adultos mayores salieron con cacerolas. Madres con sus hijos, trabajadores sin empleo, artistas sin escenarios. El descontento no entendía de edad. Era una sensación común: vivir en un país donde el trabajo no alcanza, la salud es un lujo, y protestar es un delito.

Las cifras oficiales ocultaron verdades. Pero las redes, los celulares, los medios alternativos —como esta misma revista— registraron lo que otros callaban: disparos en barrios periféricos, detenciones arbitrarias, intimidaciones nocturnas. Manizales no fue ajena al patrón nacional: criminalización, abuso policial, silencio institucional.

Aún hoy, varios jóvenes arrastran procesos judiciales por haber marchado. Se les acusa de terrorismo, daño en bien ajeno, obstrucción. La justicia penal, rápida para castigar la protesta, ha sido lenta para investigar a los agresores uniformados y algunos de los que hoy son la cara de la oposición política. En Manizales también hubo cuerpos golpeados y  voces calladas a la fuerza.

El estallido fue una grieta. Y también una semilla. En los años siguientes, muchas de esas juventudes que resistieron en la calle comenzaron a organizarse, a formar colectivos, a entrar en política. Algunos entraron en consejos de juventudes, otros se hicieron líderes barriales. El 28A fue su bautizo, pero no su final.

Manizales no volvió a ser la misma. Sus muros aún recuerdan lo vivido. Y aunque la institucionalidad ha intentado maquillar el relato, hay una memoria viva que no se deja borrar. Porque en esta ciudad, donde alguna vez todo parecía dormido, su gente aprendió a gritar. Y el eco de su grito, aún hoy, sigue suspendido entre las laderas y montañas.

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