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Naksí, cultivando una ciudad de huertas abiertas

Texto por: Tatiana Guerrero

Fotografías por: Tatiana Guerrero

Hasta mediados del siglo XX, Manizales lucía un rostro marcadamente agrícola, verde y selvático, reflejo de los paisajes primigenios que la vieron surgir durante la colonización antioqueña. Sin embargo, aquel entorno, que parecía inmutable, comenzó a transformarse con la irrupción de la industrialización y la urbanización; procesos que cobraron mayor velocidad hacia finales de los años 60.

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De aquella Manizales descrita en el Catecismo histórico y geográfico de Caldas de 1956, donde se producían 440 mil arrobas de café, 40 mil cargas de plátano, 20 mil de yuca y 15 mil de maíz, hoy quedan apenas vestigios en las páginas de los libros y en los recuerdos de quienes la vivieron.

Ahora la ciudad se extiende con edificios ingentes y casas que trepan las montañas en busca de un lugar donde asentarse, a menudo sobre cimientos poco confiables. Las montañas, antaño compañeras cercanas, hoy se divisan en la lontananza, rodeadas de pinos que parecen extranjeros en el paisaje urbano. Lo más inmediato para los habitantes no es una paleta de verdes, sino una gris del cemento que le da firmeza a los puentes, las avenidas y las residencias. Mientras tanto, las frutas, verduras y hortalizas han quedado relegadas a pequeñas secciones de supermercados y a los pasillos de La Galería.

La pérdida de espacios verdes en Manizales es evidente: en 1986 representaban el 59,6% de la superficie total. Para el 2023 esta cifra disminuyó al 53,7%, lo que implica una reducción de 5,9 puntos porcentuales en la cobertura vegetal de la capital caldense, según datos del índice de vegetación (NDVI) obtenidos mediante imágenes satelitales.

El despertar de la autonomía alimentaria

Pero no todo es gris, aún hay quienes buscan reivindicar aquel legado agrícola y de soberanía alimentaria, y no  precisamente a través de una agricultura intensiva y degradante, sino mediante prácticas sostenibles que rescatan la esencia del campesinado. 

En pequeños rincones urbanos, han comenzado a surgir huertas donde están floreciendo el maíz, el frijol, la cebolla larga, la yuca, la zanahoria, plantas medicinales, entre otros, que son cultivados por personas que, como en un cuadro de Jean-François Millet, se curvan  para trabajar la tierra y extraer de ella un poco de su frutos. 

Estas huertas urbanas y comunitarias se alzan como una antítesis del cemento que engulle a la ciudad. Ejemplo de ello es Naksí, espacio de vida, cuyo nombre es un guiño a la lengua de la comunidad indígena Cumba Quimbaya, asentada en la vereda La Iberia del municipio de Riosucio, Caldas. 

Desde hace más de tres años,  en el barrio  Villacafé,  en Manizales,  coexisten dos bandas sonoras. La primera, estridente y cotidiana, se compone del pitido del carro de la basura, los golpes secos de las construcciones, los ladridos de perros desde los balcones y el chillido de las busetas al pasar. La segunda, más sutil, susurra desde Naksí. Hace falta aguzar el oído para captar su melodía: el zumbido de insectos diminutos, el susurro de hojas en movimiento y el golpe rítmico del azadón hundiéndose en la tierra, en las manos de los hermanos Jerónimo y Santiago Castrillón Morales. Ellos, pilares de este proyecto que nació en plena pandemia. 

“Nosotros inicialmente teníamos una huerta en la terraza donde había zanahoria, fresa, cilantro, tomate. Cuando la cuarentena estaba a punto de finalizar, un amigo nos dio la idea de sembrar en una zona verde, que era como un borde del Ecoparque Los Yarumos. Allí empezamos a encontrarnos todos los vecinos y a sembrar. Sin embargo, no pudimos seguir por temas de Protección Ambiental de la reserva, y nos tocó buscar otro lugar. Fue así como sacamos una licencia de espacio público y ahora estamos aquí”, cuenta Jerónimo Castrillón, refiriéndose a un pequeño lote que mide 18 x 22 metros, y que antes hacía las veces de basurero y potrero de la comunidad. 

Para Santiago, el origen no es algo relegado al pasado; es una realidad viva y pulsante que se manifiesta a diario. Es una necesidad cotidiana de conexión, tanto con los otros como con la tierra y los alimentos que nos nutren. “Hablar del origen es hablar de este momento que está vivo, porque seguimos buscándolo. Buscamos espacios de salud, comunidad, nutrición y bienestar que nos permitan vincularnos con nuestros vecinos. Lugares donde pueda elegir qué alimentos ingresan a mi cuerpo y cómo se relacionan con mi espiritualidad y mi bienestar emocional”.

Inspirados en modelos ancestrales

La huerta está cuidadosamente diseñada,  los cultivos están organizados según sus ciclos y necesidades. En la zona alta crecen especies de ciclo largo como yuca, maíz, papaya, café y bore; una papa nativa. Más abajo, en terrazas niveladas, prosperan el cilantro, la cebolla larga y hortalizas como la lechuga y la zanahoria. Entre los surcos también germinan el amaranto, fresas, bananos, mora, repollo, níspero, tomates cherry, plátanos, kale y tabaco. Este último funciona como preventivo para ahuyentar a las plagas que puedan enfermar a los otros cultivos. 

Además, alberga una milpa experimental, donde el maíz y el frijol se cultivan en asociación, recuperando saberes ancestrales mexicanos. Pero también, Naksí funciona como consultorio médico, del que las personas pueden llevar a sus hogares plantas medicinales y aromáticas como manzanilla, romero, cannabis y tabaco.

Los hermanos confiesan que este camino no lo han recorrido solos; han encontrado apoyo en la sabiduría de pueblos originarios de Colombia, aprendiendo de ellos modelos más respetuosos con la tierra, como la agroecología, la permacultura y las agriculturas orgánica y sintrópica.

«En esa conexión descubrimos un mensaje y una memoria que nos enseña a habitar de manera más armónica con nosotros mismos, con los demás y con la vida. Los métodos que empleamos para trabajar la tierra nos hablan de conservar los suelos, de la importancia de su microbiología. Ahora, al mirar un árbol, vemos más que madera: vemos el hogar de un ave que canta», cuenta Santiago. 

La huerta como acto político

Naksí propone un modelo disruptivo que recupera prácticas comerciales antiguas, como el trueque, mientras incorpora una postura política sobre el consumo: la democratización del alimento. Su enfoque evoca iniciativas como Incredible Edible, surgida en 2008 en Todmorden, Inglaterra, donde se cultivan hierbas y vegetales en espacios públicos para suplir las necesidades comunitarias y apoyar negocios locales. En el caso manizaleño, el objetivo incluye colaborar con restaurantes vegetarianos y veganos que compartan una visión coherente con el proyecto.

«Lo principal que hacemos es consumir el alimento. La tierra y sus frutos son para quienes la trabajan. Sin embargo, hemos descubierto otras dinámicas: vecinos que visitan la huerta y toman lo que necesitan, o emprendedores que transforman un porcentaje de las cosechas en conservas, vinagretas y encurtidos que comercializan en mercados agroecológicos. Más recientemente, también hemos comenzado a vender a restaurantes que compartan nuestra filosofía», explica Santiago.

Como bonus track, Naksí también funciona como un banco de semillas, las cuales han llegado a la huerta de manera voluntaria, ya sea como regalo o a través de intercambios con otras comunidades, fincas, o han sido adquiridas en mercados locales.

«Este trabajo es una integración de memorias ancestrales. Recuperar una semilla implica no solo limpiarla físicamente, sino también a nivel energético. Por ejemplo, tenemos unos frijoles del Valle del Cauca que no son comestibles, pero se utilizan para medicinas. También tenemos tabaco que proviene de una finca urbana llamada La Alfonsina, y es la primera generación que cultivamos aquí. Sin embargo, sabemos que tiene otras generaciones previas, en las que también se han llevado a cabo procesos comunitarios de limpieza y recuperación», explica Jerónimo.

La escena de las huertas en Manizales

En las comunidades indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta existe una tradición que parece ley: en cada hogar hay una huerta donde se cultivan alimentos esenciales como maíz, yuca, batata y cilantro silvestre. Esta práctica, profundamente enraizada en la vida comunitaria, está guiada por los mamos, sabios mayores que actúan como autoridades espirituales y guardianes de los territorios. 

Este panorama contrasta radicalmente con la realidad de las ciudades, particularmente en Manizales, donde las iniciativas para promover huertas urbanas o comunitarias han sido escasas y desestimadas por la falta de interés de muchas administraciones municipales. La ausencia de políticas públicas en este ámbito ha dejado un vacío, perpetuando un discurso que minimiza la importancia de cultivar en casas, barrios y comunidades.

Santiago recuerda con indignación un informe presentado por la Secretaría de Agricultura de Manizales ante el Concejo Municipal, donde se descalificó la agricultura urbana como improductiva, reduciéndola a ser poco más que «dos flores y un chamizo». Con firmeza, él refuta esta postura mostrando la abundante cosecha que acaba de extraer de su huerta: alimentos frescos y variados que revierten aquella percepción estigmatizante.

“Las huertas son muy importantes, sobre todo en estos tiempos, porque servirán para hacerle frente al colapso climático. En la medida en que vamos a disminuir mucho el transporte de alimentos y el impacto agrícola en el planeta. Creo que nos falta aprender mucho para que esto se traslade a los hogares y a otros espacios de la comunidad. Yo sí le veo mucho potencial a esto en la medida que nos acerca de forma más consciente a la tierra”, agrega Santiago. 

Por su parte, Jerónimo, estudiante de arquitectura, basa su tesis en las huertas urbanas, explorando su significado más allá de la producción de alimentos. Para él, estos espacios son mucho más que terrenos cultivables: son refugios de vida, poesía visual, aulas vivas, puntos de encuentro emocional y hasta consultorios médicos y terapéuticos.

“Hace poco hablaba con una compañera de Silvia, Cauca, de la comunidad indígena Misak. Ella me contó que está escribiendo sobre cómo la huerta es un lugar donde las madres, que han perdido sus hijos en el conflicto armado, encuentran sanación. Hay otro compañero que viene del Putumayo, quien está haciendo su tesis sobre cómo las huertas generan otro tipo de vínculo entre las personas”, cuenta Jerónimo. 

Mientras los hermanos culminan sus reflexiones y la jornada en la huerta, algunos vecinos y visitantes se acercan con curiosidad. Un par de señoras se preguntan en voz baja si habrá de esas hojas largas y ovaladas ideales para ensaladas, refiriéndose al kale. Una de ellas sugiere regresar más tarde para buscar con calma. Desde la distancia, los yarumos, con su inconfundible brillo plateado, vigilan la escena, destacándose entre los verdes profundos que tapizan la montaña, como si la naturaleza misma ofreciera su bendición silenciosa a Naksí, un espacio de vida.

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