Texto y fotos por: Valeria Cipriano
En el corazón bullicioso del pabellón de plantas medicinales de La Galería, donde los aromas se mezclan y las voces tejen historias, habita una sabiduría antigua. Ángela Milena Hurtado, con unos grandes ojos cafés reflejan los años de observación, es una mujer que lleva en manos la sabiduría de la tierra, erigiéndose entre montones de hierbas frescas y secas. Su aprendizaje fue transmitido por las propias plantas, enseñanzas autónomas de días enteros palpando, oliendo y pringandose la piel con una que otra pringamosa.
En la actualidad las industrias farmacéuticas amenazan la desaparición de este oficio en el que se piensa sanar las dolencias ajenas a través del conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, mujeres como ella que heredaron un saber ancestral nos abre las puertas a un universo donde las plantas no solo curan el cuerpo, también nutren el espíritu y el alma de una tradición que se resiste a ser olvidada.
Su conexión con las plantas se remonta a la infancia, a una finca donde el verde era el color dominante. «Yo nací y crecí en una finca donde mi mamá cultivaba muchas plantas medicinales», relata con una nostalgia palpable en la voz. Desde pequeña, sus manos infantiles se unieron a la labor, cortando, organizando y preparando los manojos que luego su madre llevaría al mercado. «Este cuento es de toda una vida, de toda una vida», sentencia. Su voz es el eco de un camino que, aunque no fue el soñado, se convirtió en su destino.

De niña, como la mayoría, albergaba otros sueños. La plaza era el lugar de la ayuda, del deber, y la magia de las plantas aún no se revelaba por completo. «Cuando uno es pequeño no aprende a apreciar toda esta magia que tiene la plaza», confiesa. La importancia del saber, el remedio en cada hoja, quedaban eclipsados por el juego y la necesidad de llevar dinero a su casa. Hoy, sin embargo, la perspectiva ha cambiado. «Ya uno disfruta más, claro. Ya es la profesión que uno ya eligió y ya se disfruta más del tema y de la venta”.
No obstante, la esencia de su labor reside en el servicio y la conexión humana. «Aprende uno a tener el valor de lo que uno hace, de lo que uno aprende. Como tener la experiencia de uno tratar con las personas y ayudarles, de que la persona se sanó, de que le sirvió el tratamiento”.
Sus memorias de infancia en la plaza se tiñen de una vitalidad que, según ella, hoy se desdibuja. Recuerda una galería más vibrante, rebosante de gente de todas partes. «Se veía la plaza más llena, venían muchas personas de otros sitios», evoca. Hoy, el paisaje es diferente: «Ya la plaza está más sola». La prisa de la vida moderna, la comodidad de la farmacia o la consulta médica, han desplazado el hábito de preparar las infusiones caseras.
La esencia que permanece
Lo que más atesora de su oficio es el constante aprendizaje. Cada día es una lección impartida no sólo por la naturaleza, sino por quienes acuden a ella en busca de alivio. «Uno aquí aprende a diario. Uno cree pues que sabe muchas cosas, pero uno se aprende las de los mismos clientes también. Gente que viene de otras partes, de otras culturas y le enseñan a uno muchas cosas», revela. En ese intercambio reside la verdadera riqueza, en la confluencia de saberes y experiencias que enriquecen su propio conocimiento.
Y junto al saber, un aprendizaje invisible pero esencial: la paciencia. «Hay que tener mucha paciencia con todo», dice con una sonrisa. Desde el trato con compradores y vendedores hasta la gestión con los proveedores, la plaza es una escuela de tolerancia y empatía, donde uno «aprende a vivir con el genio de muchas personas».
Alrededor, sus compañeras verdes aguardan. Cada una, una historia. «Todas las plantas traen su esencia, su propiedad», afirma con convicción. El conocimiento de las plantas no es estático, se hereda. También se forja en la práctica y la observación. «Las plantas tienen muchas propiedades, inclusive no todo el mundo puede tomar la planta que tomo yo», explica.
Aquí es donde la paciencia y la escucha se vuelven cruciales. Un paciente con presión alta, o taquicardia, no recibirá la misma recomendación. El cidrón, por ejemplo, es un bálsamo para los nervios y el insomnio, pero una contraindicación para quienes sufren de taquicardia. «Es eso, tener esa paciencia y esa necesidad de uno preguntarle al paciente, al cliente, qué enfermedad tiene o para qué la lleva”.
Frente a la amenaza del olvido, del avance industrial y el sistema capitalista que marginan el saber ancestral, la vendedora de plantas tiene una visión clara: la educación. «Es dándole más información a nuestros niños y niñas, nuestros jóvenes, dándoles a conocer todo este mundo de las plantas, que es mucho», enfatiza. No se trata de memorizar una o dos hierbas, sino de comprender la inmensidad de un reino vegetal diverso y sanador.
Su llamado resuena con la nostalgia de los tiempos donde los herbarios eran tareas escolares, un puente tangible entre el aula y la naturaleza. Esa tradición, lamenta, se ha ido acabando. Su puesto en la plaza no es solo un punto de venta, sino un aula abierta, un espacio donde cualquiera puede acercarse, preguntar y aprender, sin la obligación de comprar. «Es para que conozcan y se den a conocer y para brindarle la información”.
En sus palabras, no hay amargura, sino una profunda convicción. La plaza, aunque cambiante, sigue siendo un lugar de encuentro, de resistencia silenciosa. Y en el eco de su voz, se escucha la promesa de que, mientras haya quien siembre la curiosidad y la paciencia, las raíces de la sabiduría ancestral seguirán brotando en el corazón de Manizales.
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