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Entre blancos y negros, el color de una ciudad en carnaval

Texto y Fotografías por: Juan Andrés Romero

Las vivencias del Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, al que asisten más de 300 mil personas. Una festividad escondida entre las montañas andinas, el mar pacifico y arropada por el Volcán Galeras. Todo un Patrimonio Inmaterial.

Las calles blancas, los caminos de la senda del Carnaval llenos de color, relieve, texturas y arte de grandes dimensiones; un olor a polvo que picaría la nariz, pero pasa desapercibido en medio de la euforia de una ciudad paralizada por la algarabía, el gozo y la celebración.

La magia de las zampoñas, las flautas, los gritos agudos y las guitarras de múltiples cuerdas, la fuerza de la cultura andina; frente a los tambores, los bombos y los redoblantes del Pacífico sur colombiano crean ese ambiente de intercambio cultural. De ahí proviene el Día de Negros en la fiesta magna: los cuernos que contagian el aire, la simbología milenaria de los tejidos y cantos de raíz indígena que llevan en la sangre las personas del sur del país. Toda una mezcla de saberes, sentires y colores es lo que representa el Carnaval de Negros y Blancos de Pasto.

El dos de enero inicia el jolgorio, pero la fiesta tiene su preinicio, su pre-Carnaval, que en esta edición comenzó el 24 de diciembre con la carrera atlética del Carnaval. El 28 de diciembre se rememoró la tragedia que vivió Pasto en 1822: una masacre de más de mil personas por órdenes del libertador Simón Bolívar, una historia compleja que cuenta cómo en la calle El Colorado, empinada y con casas antiguas, corrían ríos de sangre de los pobladores de la ciudad. De ahí viene la celebración de Arcoíris en el Asfalto, en la que la gente pinta las calles, se apropia del espacio público y lo reinterpreta por medio del arte. No circulan carros ni motos, la ciudad se detiene. Toda la población, sirviéndose de tiza, carbón y ladrillo, al unísono pinta y rememora esa vivencia de hace dos siglos.

El 31 de diciembre se toma la ciudad el desfile de los años viejos —figuras en papel, pegadas con colbón y agua, rellenas de paja—, es el día en el que se hace crítica a la política nacional y regional. Al llegar el 2 de enero, niños y niñas salen en su desfile. «Esa es la escuela del Carnaval», dicen algunos espectadores. Danzan, cantan y gritan «¡Que viva Pasto, carajo!» hasta que llegan arrastrando las piernas del cansancio a la Plaza del Carnaval, el punto en el que se hace el mejor de los espectáculos, y la gente les aplaude. Las guaguas, que es el nombre que reciben en Pasto, desfilan desde los cinco hasta los 15 años.

El desfile arranca y llega a la Plaza del Carnaval. Los artistas hacen su mayor esfuerzo, recorriendo casi dos kilómetros, y en la Plaza presentan la máxima muestra de sus actos. Desfilan disfraces individuales, trajes gigantescos de casi 2 metros de altura y 30 kilos. Gritan «¡Que viva Pasto, carajo!», y siguen danzando y celebrando. Luego, las murgas, disfrazadas y al ritmo de sonsureño, bambuco y sanjuanero, hacen bailar a propios y turistas, avivando la fiesta.

Ese mismo día, en la mañana, se hace la ofrenda a la Virgen de la Merced, o La Michita, como la llaman los pastusos. Se combina lo religioso con la magia del Carnaval. Danzantes y figuras religiosas se entrelazan para iniciar el evento magno con la devoción católica que caracteriza a la ciudad. El dorado iglesia, el olor a inciensos y a cera de vela se une al color de los trajes de Amaru, uno de los colectivos coreográficos que participan en el desfile del 3 de enero. Toda una fiesta en medio de la tradición religiosa.

El evento comienza a gestarse el tres de enero desde las cuatro de la mañana cuando las calles del norte de la ciudad se adornan con texturas, tejidos y colores. Los colectivos coreográficos se preparan, se visten con sus trajes, se aplican pintura en el rostro y ensayan sus instrumentos: zampoñas, flautas, tamboras, redoblantes e instrumentos tradicionales andinos que resuenan en medio del amanecer.

Sentí el pincel sobre mi nariz a las seis de la mañana. El maestro William fue quien plasmó su arte en mi rostro. Una línea azul satinada, puntos dorados y rosados me acompañaron durante todo el tres de enero. Se dice que la pintura y el traje transforman a quienes los llevan, convirtiéndolos en guerreros en la senda del Carnaval.

A las diez de la mañana comienza el desfile. Pasto, al unísono, canta a la tierra. Este día de Carnaval se agradece a la madre tierra, o Pachamama, por la cosecha del año pasado y se le pide por la del nuevo año.

Tatiana Martínez, la Reina del Carnaval, encabeza el desfile. Con un traje colorido, salta, canta, saluda y baila. El tres de enero es uno de los días más destacados. Más de tres mil danzantes y músicos desfilan por la senda hasta llegar al Estadio Libertad donde realizan el espectáculo principal con una sincronización impresionante. Los sonidos andinos entonados por los instrumentos suenan perfectos. Los gritos agudos de «Juis», «fuerza, fuerza», «vamos todos a bailar», y «que viva Pasto, carajo» resuenan en las paredes del estadio ante los aplausos de más de diez mil personas que celebran con aquellos que rinden homenaje a la Pachamama.

Los trajes exhiben representaciones andinas, indígenas, amazónicas y pacíficas: tejidos andinos, la llautu de chumbes —corona de tejidos Inga—, simbologías como el sol de los pastos y la cruz del sur; leopardos, colibríes y búhos; también hacen su aparición las cholitas, ñapangas y diablos danzantes, sin olvidar los azules de los mares, los sonidos del Pacífico y la vibrante conjunción de las culturas. Al finalizar el desfile, los danzantes se abrazan y lloran. «Es una catarsis», dicen. El espectáculo estremece a la ciudad y a los cielos que de vez en cuando liberan agua para refrescar a espectadores y danzantes.

Mientras la ciudad vibra, los artesanos del carnaval, que están preparando lo que será el desfile del 6 de enero, el desfile magno, trabajan en sus talleres. «Lo hacemos por amor al carnaval», afirman. Los últimos días, antes de salir al desfile, sus jornadas de trabajo toman entre 18 y 20 horas. Apasionados por el encanto de la fiesta, los aplausos y la euforia del carnaval. Trabajan durante casi 6 meses en su proyecto final, que saldrá aquel día.

Los talleres donde se fabrican carrozas despiden un olor intenso, similar al de las curtiembres: olor a «cola», un pegante que se elabora con la piel de la vaca y colbón, y también se percibe el aroma a pintura. En el ambiente flotan partículas de icopor, el material del que están hechas, que se lija y se tallan con un cepillo de alambre y luego se recubre con papel azúcar y cola para obtener una figura sólida. Posteriormente, suelen estucarlas y lijarlas para lograr un mejor detalle, y finalmente, pasan por el proceso de pintura. En promedio, se tardan entre 70 y 90 horas en cada figura. Es el amor hecho carroza.

El cuatro y el cinco de enero son días de jolgorio, aquí llega a su punto más alto la fiesta. Estos días se vive el desfile de la Familia Castañeda y el Día de Negros, dos momentos representativos de la expresión de nuestra diversidad que caracteriza. Las personas se untan con pinturas negras, talco y carioca, o la llamada espuma. No importa la clase social, el género o el lugar de procedencia: son días en los que todas las personas son iguales. El cinco de enero, el ambiente se torna denso por la nube blanca de talco, parecida a la neblina,  que cubre las calles. Bultos y bultos de talco sobrevuelan las calles y envuelven a la gente que allí goza.

Ese mismo día los maestros artesanos llevan sus grandes obras a la concentración. Finalizan detalles, pintan y montan las figuras en los camiones que transportarán las esculturas. A las tres de la madrugada continúan trabajando. A algunos se los ve con la cara trasnochada, los ojos rojos y el termo de café entre sus manos temblorosas. Se preparan para el mejor día del año: el seis de enero, el desfile magno.

A las ocho de la mañana las calles por donde pasa el desfile están abarrotadas. Aproximadamente 300,000 personas esperan lo que será uno de los mejores desfiles en la historia del Carnaval. Hay turistas de todos los continentes: de Asia, Europa, América y muchos otros países que experimentan el carnaval por primera vez.

El desfile arranca y llega a la Plaza del Carnaval. Los artistas hacen su mayor esfuerzo, recorriendo casi dos kilómetros, y en la Plaza presentan la máxima muestra de sus actos. Desfilan disfraces individuales, trajes gigantescos de casi 2 metros de altura y 30 kilos. Gritan «¡Que viva Pasto, carajo!», y siguen danzando y celebrando. Luego, las murgas, disfrazadas y al ritmo de sonsureño, bambuco y sanjuanero, hacen bailar a propios y turistas, avivando la fiesta.

Pasan luego las comparsas de entre quince y veinte personas con disfraces de dimensiones similares, parecen gigantes desfilando y bailando. Aunque en medio del disfraz se asoma una cara que denota el cansancio por el peso y el sol brillante que calienta sus cuerpos. En el ambiente hay polvo de talco, y la gente sigue jugando alrededor del recorrido donde pasarán las carrozas.

Por la senda asoma la primera carroza. La gente aplaude, arroja talco y carioca al cielo. Son obras gigantes, de 16 metros de largo por 6 metros de alto. Algunas utilizan grúas para alcanzar los diez. Son gigantes que caminan en la senda. Esculturas de niños, diablos, calaveras y personajes mitológicos que al mover los ojos, las manos y las cabezas deslumbran a la gente. Algunos muñecos también  suben y bajan.  Es un día mágico, sacado de cuentos de fantasía.

Entre esas carrozas se encontraba «Andina», la ganadora de esta edición. Deslumbraba el rostro de esta mujer: ojos verdes, antifaz de colores, labios rojos, piel suave y perfectamente detallada. A cada lado tenía un colibrí y alas de mariposas multicolores y arriba, sobre su cabeza, un cóndor subía y bajaba, alcanzando los diez metros de altura. La carroza fue el deleite para los espectadores de este carnaval.

Concluye el desfile, los colores desaparecen, la ciudad queda blanca y días después vuelve a la normalidad. Solo resta el agradecimiento hacia los artistas, artesanos, cultores y creadores. Es una semana de Carnaval en la que propios y turistas viven entre el blanco del talco, el negro de la pintura y el color de la fiesta.

Juan Andrés Romero

Fotógrafo documental con enfoque en patrimonios, identidad y cultura. Lleva 8 años estudiando y ejerciendo en el campo de la fotografía, realizando múltiples exposiciones a nivel nacional. Estudiante de Periodismo y Opinión Pública en la Universidad del Rosario en la ciudad de Bogotá, DC. Colombia. Actualmente tiene 19 años.

Sus últimos 8 años los ha dedicado a estudiar y explorar la fotografía desde el área documental.

Ha realizado múltiples exposiciones colectivas e individuales. La más destacada  “Amor Hecho Carroza”, que se ha presentado en Bogotá, Pasto y Popayán.

Conoce más de Juan Andrés Romero en @juan.pho

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