Texto por: Rafael Santander Arias
Fotos por: Rafael Santander Arias
En la cima de la montaña de la comunidad de Veneros, en el Resguardo Indígena de San Lorenzo, la Aldea Sol de los Andes ofrece a sus visitantes sanación mediante la reconexión consigo mismos y su entorno, priorizando el bienestar físico.
«Materia y espíritu son opuestos», esa enseñanza nos persigue desde el colegio, sobre todo a quienes tuvimos una formación con comunidades religiosas. Esta idea, presente en los cimientos de nuestra cultura occidental, por diversas vías ha quedado instalada en nuestro pensamiento, es la responsable de que concibamos nuestro propio cuerpo como «cárcel del alma», el responsable del pecado, y, por esta misma razón, el placer físico como algo indeseable y la riqueza material como opuesta a la espiritual, idealizando la vida de sufrimiento y escasez.
En mi experiencia de meses recientes, conociendo el territorio de algunos resguardos indígenas en Riosucio, veo más acertado lo contrario: lo material no es opuesto a lo espiritual, materia y espíritu están íntimamente ligados a tal punto que lo físico alimenta el espíritu y lo espiritual logra expresarse físicamente.
Es partiendo de esta idea que parece fundada la experiencia en la Aldea Sol de los Andes, una iniciativa productiva y sostenible ubicada en el resguardo de San Lorenzo, cerca a la cima de la montaña de la comunidad Veneros, que se nos presenta como emprendimiento de turismo de bienestar, pero que se proyecta también como una escuela que preserve saberes tradicionales como la agricultura y la cocina, y posee como objetivo último la toma de conciencia de los visitantes con su entorno y consigo mismos tanto física como espiritualmente.
La abundancia y la riqueza natural del lugar no entran en conflicto con la austeridad y sencillez de sus instalaciones, las cuales pretenden armonizar con el entorno generando el mínimo impacto ambiental, formando así una simbiosis entre naturaleza y habitantes.
La impresión que me queda después de la estadía es la de la íntima relación que hay entre los diferentes espacios y momentos de la experiencia, que esta toda funciona como una metáfora o sinécdoque del mundo, la vida y la naturaleza.
Es decir, a través de esta experiencia vemos, por ejemplo, la huerta sostenible de donde salen los ingredientes de la cocina, comemos de su cosecha y los residuos de la comida van a nutrir el suelo. Entramos en una dinámica de consumo sostenible, un ciclo que se siente armónico con el entorno. Del mismo modo nos hacemos conscientes de la forma como la energía de nuestros alimentos viene del sol, del agua del nacimiento cercano, de los nutrientes de la tierra, de las manos que siembran, que cosechan y cocinan, se nos muestra la compleja red de interacciones naturales y humanas que hacen posible un plato de comida y nos integramos en esta después de que lo consumimos, sintiéndonos así conectados, parte de esta misma red.
Aunque lo menciono al final, pareciera que el núcleo de la estadía en Sol de los Andes es la cocina: la comida es preparada con intención, con tiempo y con amor por el chef y terapeuta Rafael Luengas, quien ve la cocina como una forma de expresión de las tradiciones de los pueblos, la creatividad y la emoción personales. Cada plato ofrece una experiencia, un viaje que termina conectándonos también con las tierras lejanas de donde vienen los moluscos, los granos y las especias y que por el cuidado puesto en todo el proceso, así como la amenidad del ambiente y de la conversación producen una sensación de alegría y bienestar.
Este vendría siendo el método de la toma de conciencia que profesa Sol de los Andes: nos brinda un espacio de reconexión con personas, con la naturaleza y sus elementos y también con la herencia cultural, con nuestras raíces mestizas que encuentran su forma de manifestación en la cocina.
«Se nos olvida consentirnos», me dijo Rafael antes de mi partida. En su discurso parece estar implícita esa invitación a que reconsideremos la idea del cuerpo como cárcel, que mejor lo concibamos como medio o como puerta, como aquello que nos permite conectar y reconectar con el mundo y que por esa razón vale la pena cuidar y consentir a través de experiencias como esta que nos ofrece una estadía en la Aldea.