Texto por: Rafael Santander Arias
Fotos por: Andrés C. Valencia
Tras la barra don Miguel y tras don Miguel, una foto en blanco y negro de sus años de juventud, elegante, de camisa, chaqueta y sombrero: todo un galán por las calles de Medellín. «Iba al lado de una vieja pero la recorté», dice con dolor manifiesto en su voz. La mujer no está en la foto y aún así permanece, está ahí en el vacío. Resulta inevitable ver cómo la margen derecha de esa foto da cuenta del recorte, cómo el recorte indica que alguien ya no está, cómo el retrato de este hombre solo es también el retrato de una ausencia. En esta foto está presente la memoria de esa mujer que se niega a ser olvidada, podríamos decir que un fantasma, lo mismo que el joven Miguel, resistiendo el paso del tiempo, eternizado en ese papel fotográfico que la luz, la humedad y el polvo, eventualmente se encargarán de hacer desaparecer.
La reflexión es inevitable.
Yo soy Miguel, es el nombre del bar de la avenida Paralela que queda en la casa esquina del cementerio San Esteban de Manizales. Incluso su propio nombre es una invitación al recuerdo, una afirmación del yo que se niega a desaparecer, cosa que tiene mucho sentido estando junto a un cementerio, donde tantos cuerpos descansan, donde tantas historias llegan a su fin, donde los visitantes y las flores renuevan en la memoria la vida de los difuntos, resistiendo así el olvido, la segunda muerte.
Un letrero con el nombre del bar pintado en un poste de luz con pintura que evidencia la lucha contra el sol y el agua reemplaza el de la fachada limpia de la tienda, a diferencia de otros negocios ubicados en la misma casa antigua, que prefieren el aviso con el nombre sobre la puerta o junto a la ventana. Flores, cortes de pelo y helados, un conjunto poético: lo primero para llevar a los muertos, lo segundo para ser digno de visitarlos y lo tercero para poder ir con los niños. Luego está el negocio de don Miguel, una cantina.
Retratos de cantantes y fotografías en blanco y negro de orquestas pueblan las paredes del lugar como fantasmas que también se resisten a la muerte, que se comunican con nosotros a través del altavoz encantado que permite rescatar su voz del acetato, la cinta magnética, el disco compacto —formatos sonoros, a su vez, también fantasmales— y que desde ese pasado que hablan nos transportan a un pasado nuestro.
«Acá la gente viene y pide tangos, rancheras, boleros pero lo que a mí me gusta es la música vieja» afirma don Miguel con completa seriedad mientras suena de fondo un pasillo argentino, como si no fuera vieja ya toda su colección, refiriéndose a esa música que ya era vieja cuando él seguía siendo niño; «esta es la música que escuchaba mi mamá en La voz de Anserma». Inmediatamente se siente un temblor en su voz y sus ojos se humedecen.
Velásquez y Pichardo es el nombre de los intérpretes de esta canción que resucita los fantasmas de la memoria de don Miguel y el programa, Despierte con los recuerdos, dirigido por Augusto Chica Valencia, quien fue también cliente de Miguel hasta su fallecimiento en el año 2010. «Lejano hogar», «El dolor de la vida», «Náufrago», «Clavelito rojo» son los títulos de las canciones que escuchaba la madre de don Miguel y que él sigue teniendo presente en la memoria. Títulos que de entrada sugieren también nostalgia, canciones que —seguramente— representan el acto de aferrarse a lo perdido.
«Abrí este local hace 21 años, estaba con 7 amigos», recuerda él. Sus amigos se han ido muriendo, pero los que aún viven siguen siendo sus clientes. Descendientes de esos clientes y amigos llegan con cassettes de las colecciones de sus familiares difuntos para donarlas a Miguel, quien se considera principalmente un coleccionista de música y se lamenta por la forma como la democratización de la música ha hecho que las cantinas pierdan el encanto de antaño. «Antes uno iba a un sitio porque tenían dos o tres discos que le gustaban, los pedía y después se iba para otro y después para otro. Eso es lo malo de que ahora la música sea tan fácil de conseguir».
Su reclamo es legítimo, la facilidad de acceso a la música en el presente la ha desvalorizado bastante. Discos que tenían que adquirirse durante un viaje ahora se pueden escuchar completos mediante una búsqueda sin hacer ningún pago. Cualquier dispositivo con acceso a internet tiene un catálogo casi interminable de música de todo el mundo a su disposición. Don Miguel, por otro lado, representa esa antípoda que son los coleccionistas musicales: una biblioteca limitada y curada, llena de recuerdos, de amistades, de historias alrededor de su música privada, canciones pobladas de fantasmas humanos previos a las épocas en las que nos preguntábamos por el fantasma de la máquina.
Y a propósito de los fantasmas, don Miguel cuenta una anécdota de una noche que no abrió la cantina pero pasó tarde en la noche, vio las luces encendidas y escuchó música tras las puertas cerradas y simplemente dejó que la fiesta siguiera. Al preguntarle si teme a los muertos, él responde «nunca me han hecho nada y lo dejan todo organizado, me dan más miedo los vivos que se van sin pagar».
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