Texto: Valeria Cipriano
Fotos: David Sánchez y Valeria Cipriano
«Si el día de mañana ya me morí, todo eso me lo llevo de recuerdo», recita Cristian David al cielo oscuro que se impone ante él. Sentado en una banca angosta de madera frente a su taller de ciclas, permanece inmune al ruido de los carros y buses que pasan cerca, evocando todos esos momentos de adrenalina que le provoca estar sobre dos ruedas.
Las luces de la ciudad titilan en la lejanía. Entre el bullicio de voces ajenas, el televisor prendido en una tienda cercana que sintoniza algún programa de Caracol o las canciones de reguetón, se inmiscuye la música rap del parlante que se encuentra dentro del taller. Sus paredes negras están repletas con herramientas y, en una de ellas en la parte superior, tiene grabado con letras blancas en aérosol “Demencia 472”.

Cristian David Barbosa Barco, mejor conocido como La Demencia, es un pelado flaco, alto y moreno. Desde sus 13 años de edad ha estado inmerso en el mundo del gravity bike, deporte de alto riesgo en el que sus practicantes modifican la estructura original de sus ciclas, quitándole los pedales y la cadena para que la bicicleta logre «rodar bajo su mismo eje de atracción o rodamiento», como él mismo explica.
«Si el día de mañana ya me morí, todo eso me lo llevo de recuerdo»

El gravity como ruta de escape
En esos inicios –cuando aún se apodaba como ‘Demente’ a secas–, recuerda haber pertenecido al parche ‘Banda By Life’ o BL, en la que salía en su cicla a raspar rodilla o irse ladeado por las curvas de Manizales.
En uno de sus tantos viajes por Colombia, rememora aquella vez que atravesó las largas y estrechas rutas del país junto a su parche de gravitosos. Su camino fue arduo, en el que no sólo cargaron con el peso de sus pies cansados, también llevaron a costas sus bicicletas que pesaban más de 40 kilos. Saliendo de Bogotá como punto de partida, continuaron su viaje sin un rumbo fijo sobre las dos ruedas de sus ciclas.

Una vez en Honda, se sumergen en un viaje de una semana para llegar a la costa colombiana. Atravesando climas templados, fríos y cálidos, a la intemperie de las rutas desoladas, varios camioneros (igualmente conocidos en su jerga como ‘el fercho’) también se ofrecían a llevarlos. «Nos decían “¡súbala a la turba atrás!”, uno se montaba, el otro recibía y así subíamos todas las ciclas», cuenta a su vez que juguetea con una herramienta en sus manos.
Lo que llevaban de recursos para una sola semana, se multiplicó por 15 días para su viaje por la costa. «Fue asombroso por lo que en cada lado al que llegábamos nos daban comida gratis o nos decían “quédese una noche acá, hágale que mañana le regalo el desayunito y se puede ir”, fue muy grata la bienvenida de los costeños. Llegamos con la bicicleta intacta sin haberse pinchado las llantas ni una sola vez».

La Demencia mira a su cicla, apodada Sofi, que yacía tendida sobre el suelo mojado. Sus llantas son pequeñas y sin ‘estrías’ –que es cuando no tiene grabado o de donde amarrarse–, sin pedales ni cadena, su color fucsia es llamativo, haciéndola resaltar entre la oscuridad de la noche; su manubrio está recubierto con stickers representativos y un muñeco de plástico sujeto a este como un llavero. Es una bicicleta lancer que por su sillín modificado la hace alargada, permitiéndole alcanzar velocidades finales entre 110 a 115 km/h.
Al momento del descuelgue, David analiza sus alrededores; observa las calles, el tráfico y las personas quienes lo acompañan. Con los años de experiencia ha logrado llegar a su propia técnica, comparándola con el drifting de los carros de carrera, derrapando y girando hacia un lado su cuerpo para obtener más estabilidad.
«Mi técnica es drifter porque es básicamente lo que hacen los carros, frenar con el freno de mano. Yo estoy frenando con la mente, soy un loco para las curvas, me fascinan. Siempre voy a sacar la rodilla para ver qué tan desnivelada está la curva y llego a bajarla 2 o 3 cm al piso. Es una elegancia».
Vivir al límite, desafiar el destino
El gravity es un puente para que los jóvenes puedan sentirse livianos, a pesar de estar constantemente desafiando el viento, la gravedad, el destino y la muerte. Es un deporte que requiere no solo una entrega física sino también mental, de pensar «si no es hoy, mañana tal vez sí» y que, junto a ellos, seguirá existiendo ese sentimiento efímero que les hace aferrarse más a la idea de vivir; vivir por ellos, por los parceros, por los malos y buenos momentos.

David claramente piensa en la muerte, pero por sus carcajadas da a entender que no es un tema al que le tema en absoluto, «¿a qué le tengo miedo? A Dios y a una extinción de mujeres», suelta con ligereza.
«Fui al ejército y volví, la verdad llegué sin miedo porque estuve en dos o tres enfrentamientos. Vi que si un arma no lo mata a uno, así estuviera al borde de la muerte, entonces ¿qué me va a matar a mí?», se cuestiona manoteando al aire, «la verdad, no le tengo miedo a nada y que pase lo que tenga que pasar», complementa.
«la verdad, no le tengo miedo a nada y que pase lo que tenga que pasar»

La muerte aquí sirve como un ejercicio constante de repensarse las cosas y buscar cobijo en la adrenalina y el olvido efímero. En varias ocasiones David se encontró en ese limbo de tener el cuerpo entumecido y herido por los machetazos proporcionados por otra persona o la vez que salió a pista con otro de sus parceros, pegándose a un camión de cebolla o ‘cebollero’ –como ellos le dicen–.
Recuerda como el cebollero iba ‘empapeletado’ en dirección del terminal nuevo hacia el barrio La Fuente. «Chimba sentir esa adrenalina, pero luego de 2 o 3 kilómetros de coger al cebollero, el fercho llega y le mete un cambio que no le dio. El camión frenó en seco y mi cara estuvo a 50 cm de un muro de concreto, la nena con la que iba en la cicla conmigo me puso las manos en el cuello y me jalaba hacia atrás».
A pesar de las insistentes plegarias al cielo por parte de su familia para que él deje el gravity, dado a que es un deporte en el que se está en constante riesgo, aquello lo ha sacado de las calles, permitiéndole habitarlas de manera distinta. Cuando comienzan los problemas en casa, David empaca en su maleta mudas de ropa y se va de viaje con su bicicleta. «Cuando me voy ellos dicen “eso es lo que le gusta, dejemos que lo viva”. Me voy una o hasta dos semanas, recorro tres ciudades y regreso a Manizales porque sé que puedo volver».

La niebla se cierne sobre las carreteras ahora desoladas, las rejas de los comercios cierran, mientras familias y jóvenes regresan a sus casas. En ‘La Demencia’ no se encuentra ni un ápice de remordimiento, mucho menos le tiemblan las manos, ya acostumbradas de sujetar con firmeza el manubrio de su bici. Su mirada divaga por su barrio, deteniéndose sobre un parcero que yacía al lado suyo, que pulía una estructura para un bicicleta que estaba construyendo de la mano de David.

Las gravity bikes no sólo representan su liberación, en estos bienes materiales recae la idea de reivindicar y apropiarse de esas calles fuera de las periferias que se les han sido negadas, un acto de presencia simbólico y rebelde. «Entonces, precaución en las vías y ya saben, la rebuena. Dios los bendiga y agite los eternos».
La Demencia se despide de sus conocidos quienes lo visitan al taller. Pausa la música rap y apaga su parlante, apaga las luces del local y baja la reja; recuerda con cariño el día que su papá le regaló el taller y mentalmente se despide de esa etapa, aspirando a algo más grande para su vida. En un futuro no muy lejano, se proyecta recorriendo varias ciudades de Latinoamérica junto a su cicla, sus parceros y su música.
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