Texto por: Valeria Cipriano
Fotografías por: Sara Camila Gómez Toro

Sara Camila Gómez Toro nació en Bogotá pero sus raíces se extienden hasta el corazón de Tota, Boyacá. La historia de esta fotógrafa se teje entre los contrastes y matices, entre el blanco y el negro.
Una familia cundiboyacense, dividida por el espectro político —la izquierda y la derecha conviviendo bajo el mismo techo— forjó desde la infancia un terreno fértil para la pregunta constante: «¿de dónde vienen mis ideas?». Aquel interrogante ha resonado a través de toda su vida. Sus primeras respuestas las encontró en la diversidad de profesionales que la rodeaban: profesoras, enfermeras, abogados y filósofos.
En su adolescencia, marcó un antes y un después en la adquisición de una cámara compacta sumergible, que se convirtió en la puerta de entrada a un mundo desconocido. Horas y horas frente a la pantalla editando imágenes en plataformas online como BeFunky, revelaron una pulsión innata por la creación visual, aunque sin la conciencia de lo que significaba la fotografía.

La cercanía al cine y la música, otras de sus pasiones tempranas, alimentaron esa sensibilidad artística que, sin saberlo, la guiaba hacia su destino.
La llegada a Manizales para estudiar filosofía fue un desvío inesperado hacia la fotografía. Un instituto se convirtió en su nuevo hogar, donde compartió aulas con talentos que hoy admira profundamente como Daniel Ochoa y Cristian Aristizábal. Sin embargo, para ella la fotografía aún no era concebida como un medio de vida o un campo de pensamiento profundo. Luego, la antropología amplió su horizonte, para finalmente desembocar en la reportería en Vice y Pacifista en Bogotá.
La capital se convirtió en un crisol de experiencias, coincidiendo con la histórica firma de los acuerdos de paz. La agenda política bullía, ofreciendo un sinfín de historias por cubrir. Allí, conoció a figuras clave del periodismo actual como Andrés Páramo, Natalia Guerrero, Mateo Rueda, Tania Tapia, María Rodríguez y Sebastián Serrano, quienes, con años de experiencia, la sumergieron en la fotografía de reportaje. Desde la colorimetría de la comida bogotana hasta retratos de figuras políticas, la fotografía la llevó a lugares insospechados, abriéndole los ojos a la versatilidad narrativa de la imagen.

Pero el verdadero punto de quiebre, ese momento en que la fotografía trascendía lo técnico para volverse un sentido propio, llegó con Ciudad Impresa. De vuelta en Manizales, la inquietud por el rumbo de la fotografía documental la unió a Luis David Acosta, su compañero y cofundador. La idea de llevar la fotografía a la calle, de democratizar el acceso a la imagen y a la cultura, tomó forma en un festival de fotografía. Con el tiempo, se sumaron Alexandra y Tatiana, enriqueciendo el equipo con perspectivas interdisciplinarias que abarcaban la historia, el trabajo social, la antropología y la gestión cultural.
Fue entonces cuando la teoría de la imagen comenzó a desvelarse, cuestionando las narrativas tradicionales y abogando por un enfoque que permitiera a las propias personas contar sus historias desde sus territorios, evitando el extractivismo de la imagen.
El arte de contemplar: conectar con lo sensible a través de la imagen

La esencia de su fotografía radica en la contemplación. Es detenerse y sentir que allí hay algo, sin saber exactamente qué es, lo que la impulsa a tomar una fotografía. Su archivo, vasto y en constante revisión, revela cómo la perspectiva cambia con el tiempo, y cómo una misma imagen puede servir para la contemplación o para la intervención artística, como el collage.
Una profunda tristeza personal también se entrelazó con este proceso creativo. La fotografía se convirtió en un medio para expresar lo inexpresable, para atravesar situaciones difíciles de manera simbólica, como en unas fotografías donde sus piernas están visiblemente moreteadas con un texto que acompaña la narrativa “estética de una caída en bicicleta”.
Poco después de lograr encontrar una voz propia en la fotografía, Sara dejó de preocuparse por la validación externa, ya que descubrió cómo su trabajo resonaba con más personas que lograban conectar con las emociones allí plasmadas. “Hace dos años me dije que no me importaba si me validan o no, porque este trabajo es para mí. Creo que es también entender el permitirse ser en la fotografía, dejar de lado muchas de esas normas y estructuras cuadriculadas”, complementa.
El punto de inflexión y el nacimiento de una visión
El camino hacia una estética propia no fue lineal. Marcado por la sensación de no pertenecer a ningún lugar o circuito establecido, la curiosidad se convirtió en su brújula. La decisión de dejar de buscar la validación externa y confiar en su propio gusto fue liberadora. «Si tiene un sentido y tiene una historia detrás, vamos a mostrarlo», se dijo. No importaba la perfección técnica, sino la narrativa y la emoción que la imagen transmitía.
Los últimos dos años han sido cruciales para consolidar esta confianza. A través de Ciudad Impresa, las interacciones con innumerables fotógrafos y, sobre todo, con personas de comunidades diversas —desde Solferino hasta el Kilómetro 41— han ampliado su comprensión del poder de la imagen. “Cuando trabajamos en kilómetro 41, ellos le tomaban muchas fotos al río, de ellos aprendí que para ese territorio el río es un símbolo muy importante y que se lleva parte de sus imágenes. En Solferino, por ejemplo, hay un muro de una frontera invisible que estaba baleado. Entonces, si no hubiera conversado con las personas, no habría entendido que ese muro era un punto donde ellos tienen una historia, una memoria”, dice Sara.

La experiencia de las mesas fanzineras en la calle, donde la gente común transforma imágenes impresas con tijeras y pegamento, reforzó su convicción de que la creación visual es accesible para todos. Este aprendizaje, surgido de la colaboración con líderes y organizaciones comunitarias como Huellas de Vida y Corporación Nodo, ha sido fundamental.
Al presentar la fotografía como un laboratorio colaborativo, invitando a las personas a compartir sus propios archivos y objetos, se crea un espacio de confianza donde las historias emergen. Un ejemplo elocuente es el de Solferino, donde la búsqueda de líderes para ser retratados reveló una visión completamente distinta: no eran figuras políticas, sino una veterinaria empírica o un vecino servicial.
Estas experiencias han consolidado una verdad fundamental en su trabajo: la imagen más potente no es siempre la más técnicamente perfecta, sino aquella que simboliza y lleva consigo la memoria y la potencia de una historia, atravesando la superficie para conectar con lo más profundo del ser humano.
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