Texto por: Valeria Cipriano
Fotos por: Valeria Cipriano y Manuel Duque
“Los que son amados no pueden morir
porque amor significa inmortalidad”,
Emily Dickinson.
El arte de Ana María Trujillo se desplegó por Manizales con más intensidad luego de que le rompieran el corazón. Empapeló la ciudad con carteles blancos y anchos, de letras gruesas y rojas que gritaban con alarma «¡Ignorante!» e «¡Indolente!», con la esperanza de que ese viejo amor los viera por sus trayectos en bus.
Después de su dispendiosa tarea de hacerle saber a todo el mundo lo mucho que su corazón dolía, Ana logró sentir cómo ese remolino de sensaciones amargas se apaciguaron. Para ella, la expresión artística del cartel empezó a tomar un sentido más terapéutico.
En su época de estudiante de Artes Plásticas conoció el cartelismo y la reproducción de las imágenes a través de una asignatura de la carrera. Sola, dentro del taller de grabado, experimentó con diversas técnicas que le permitieron crear impresiones sobre papel periódico, en la búsqueda de nuevas texturas.
La Ana de ahora, esa de mirada taciturna, de cabello rebelde y mechas tinturadas de rosado, de manos suaves pero a su vez carrasposas, recuerda a esa artista novata y sus trabajos –los cuales, dice, no tenían mucho sentido al principio–.
Para una entrega, quiso hablar sobre la violencia de género juntándolo con un dicho que escuchó seguido por ese entonces: ‘Para todos hay’. Dibujó tres rostros de mujeres que habían sufrido diferentes tipos de violencias, pintó sus rostros morados y las letras –que eran poco legibles– en rojo. Llegar a un punto intermedio de saber con exactitud qué contar y cómo poderlo hacer, es un trabajo constante de reflexión.
«Hice una asociación del morado con los golpes y mujeres, y el rojo, la violencia, pero la gente se preguntaba ‘¿para todos hay mujeres o para todos hay qué?’. No sabía bien cómo comunicar este tipo de cosas, apenas lo estaba entendiendo. Ahí me llamó mucho la atención el impacto que tenía un cartel en la calle», dice. Esto ocurrió cuando tenía unos 19 o 20 años de edad y, ahora a sus 35, sigue sin encontrar una única forma de relatar ese mensaje.
Sentada en una silla color crema giratoria frente a su escritorio –forrado por uno de sus carteles más reconocidos: La Lloradera–, juguetea con sus manos mientras su mirada divaga por el amplio espacio.
La gráfica de Trujillo es un lienzo rayado con trazos suaves como una invitación abierta a que los transeúntes también se apropien de estas frases engrudadas a las paredes.
Su trabajo pasó de ser algo íntimo a ser público, expresándose con situaciones cotidianas para ella, como el amor, el desamor, el engaño, el dolor, la maternidad y los dichos. «Ponerlo en la calle se convierte en algo que ya no tiene nada que ver conmigo ni la historia detrás y pasa a ser de la gente, que si lo leen o no, lo toca o no, eso ya no me corresponde a mí».
Muchas personas se han acercado a cuestionarla sobre el significado de sus frases sin ir más allá de la historia detrás. «Nadie me pregunta cuál es la historia de eso entonces pues yo nunca la cuento, digo ‘dígame usted, ¿qué entiende de ahí o qué ve? ¿qué lo hace pensar?», comenta y con sus manos inquietas buscan el lapicero más cercano a ella.
La historia detrás de la tinta y el papel
«El amor también es triste… lo hice porque cuando estuve en una relación larga con una persona, me di cuenta que tenía una amante. Llevábamos seis meses viviendo juntos y yo llevaba también seis meses de recién parida», recuerda Ana cabizbaja. Aquello hizo que empezara a cuestionarse a sí misma y respecto a ese amor que sentía por su pareja. Se preguntó incansablemente el porqué tenía que doler tanto el amor. «El amor es muy triste. A partir de ese cartel, empecé a pensar en cómo no iba a permitirme estar en un lugar donde no me sienta segura, pues lo mejor es salir corriendo de ahí», concluye.
La artista se fija nuevamente en el cartel que tiene laminado sobre su escritorio. «Este viene del mismo drama. Cuando a una la traicionan y más recién parido, hace que la visión del cuerpo y la vida de la mujer cambie drásticamente». ‘La lloradera’ nace del mar de lágrimas que brotaron incontrolables de su alma, llegando a cuestionarse qué pasaba dentro de ella que le imposibilitaba dejar de llorar.
Después de mucha terapia y, luego de recibir su diagnóstico con TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), entendió que esas crisis de llanto eran completamente normales, sobre todo cuando la persona está muy estresada, deprimida o muy cargada. «De ahí sale ‘La Lloradera’. Lloré tanto con esa historia que llegué a pensar que alguna vez me iba a sentir bien y pues sí, claro que ayuda porque el cuerpo está sacando todo de cierta manera. Llorar es necesario».
Esta ruptura se desata como si de un cuento se tratara, tiene un inicio, nudo y final. «Con lágrimas sí se curan heridas» es el desenlace de las gotas derramadas no sólo propias sino ajenas. Y, así como para Vincent van Gogh, el arte era un puente para consolar a aquellos que están rotos por la vida, las palabras de Ana Trujillo son un consuelo silencioso para quienes se detienen a admirarlas por las calles. Relata que las historias también llegan a ella, como esa vez que alguien cercano le contó la forma en que uno de sus amigos rompe en llanto al ver este cartel. «Si no lloramos y si yo no hubiera llorado todo lo que lloré, tal vez habría tenido una crisis depresiva peor de la que tuve. Entonces, por eso digo que esto es como arte-terapia para mí», reflexiona rayando el plástico con un marcador morado.
Perro de agua taller
Para llegar al taller de Ana se necesita bajar una larga loma pavimentada. Su barrio, Quinta Hispania, se encuentra entre las montañas cafeteras con una vista inigualable al paisajismo caldense. Ubicado en el sótano de su casa –que tiene acceso directo a la calle–, se encuentra el amplio cuarto de paredes blancas y azul celeste, ambientando el espacio con repisas llenas de materiales, hojas secas, ramos de flores, escritorios, cajones llenos de carteles y mucho arte propio.
El taller en un comienzo se llamaba Manera Negra –una técnica conocida del grabado–, pero por temas legales tuvieron que cambiarle el nombre al que sostiene actualmente. La artista, oriunda de Mariquita (Tolima), rememora la pequeña quebrada cercana a la finca heredada de su papá. Cuenta cómo su padre lograba clavarse allí, mientras que ahora a su hijo el agua le llega a los tobillos.
Por aquella zona habitaban muchas nutrias, coloquialmente conocidas como “perros de agua”. El apodo a las nutrias le quedó resonando, rebautizando su espacio creativo con un nombre que honrara sus raíces y las de su familia: Perro de Agua Taller
Desde la llegada de Federico –su hijo– sus rutinas cambiaron drásticamente, ya que sacar tiempo para crear obra propia se ha vuelto una tarea difícil. «Ser artista, emprendedora y mamá soltera me consume mucho tiempo, pero ya es algo que dejó de preocuparme tanto. Antes decía ah, hijueputa, me voy a quedar haciendo tarjetas para emprendimientos, a qué horas puedo hacer lo mío, aun así cuando no estoy haciendo grabado o no lo estoy pensando, pues estoy saliendo a pegar los que ya tengo».
Ser mamá fue una línea de causalidades para Ana. De no haber sido por eso no habría llegado a la capital caldense y, quizá, no habría llegado a abrir su propio taller de grabado.
En Perro de Agua todos los procesos de producción son naturales, desde el papel hasta el engrudo que se usa para pegar los carteles en la calle. Lo que más disfruta de estos procesos artesanales es ver cómo una idea se puede materializar y transformar cuando se mandan a imprimir los diseños. «Cuando se vuelve cartel cambian muchas cosas, como el color o las líneas originales. Poder también transformarlo digitalmente y jugar con esto es bonito. Siempre va a tener un gran valor para mí que la gente quiera coleccionar o se interese por las técnicas del grabado», concluye.
Este es un espacio abierto para todos quienes quieran unirse y conocer más de los procesos llevados a cabo a nivel nacional de empapelar la ciudad. La gráfica nacional se nutre por el intercambio entre artistas de distintas ciudades del país. A Manizales llegan carteles de Cali, Medellín, Popayán y Bogotá, gracias al vínculo que creó Ana con el fundador de Fogueo Cartelero –colectivo de la capital–, encargándose de mantener vivo el legado del cartel como arte urbano.